Humberto Rivas, el fotógrafo del misterioso silencio
El artista falleció ayer a 48 horas de recibir la Medalla de Oro de Barcelona
"El retrato es siempre un autorretrato, es la versión del autor", solía decir el fotógrafo argentino Humberto Rivas. Quizá por eso, hasta hace apenas una decena de años nunca había realizado instantáneas de personas mayores, ni siquiera de sus padres. "Supongo que, inconscientemente, se debe al temor a la muerte". Desde ayer, no la temerá más: enfermo desde hace unos años, Rivas falleció el 7 de noviembre en Barcelona, a los 72 años, apenas 48 horas antes de que la ciudad a donde llegó en 1976 le fuera a otorgar la Medalla de Oro al Mérito Artístico junto a sus colegas catalanes Eugeni Forcano y Joan Guerrero.
Maestro de la fotografía y, como tal, artesano depurado del oficio, era todo lo contrario del cazador de instantes. Lo suyo no tenía nada que ver con la casualidad ni siquiera con la falsa audacia del voyeurismo; era un constructor, un escultor, un arquitecto de imágenes. Trabajaba esencialmente en estudio con cámara de placas y en exteriores lo hacía con la precaución del topógrafo, armado con todo tipo de instrumentos, incluida una brújula.
Con su llegada en 1976 ayudó a superar la crisis vanguardista
Pero eso no quiere decir que Rivas pueda acabar siendo clasificado sólo como un realista de rara perfección, porque sus trabajos siempre trascendían la realidad. Sus composiciones, aparentemente simples, buscaban deliberadamente lo extraño para llevar a quien contemplaba su obra a mundos inquietantes.
Su género por excelencia fue el retrato, tanto que de ese ámbito vino su mote profesional, el fotógrafo del silencio, porque en sus fotografías intentaba captar las cualidades interiores de los que se ponían ante su objetivo. Ayudaba a ello la sobriedad y la sencillez con las que las personas estaban expuestas a sus objetivos, retratos siempre sin fondo, con la intención de imponer una idea más que una imagen.
Esa obsesión podría provenir de sus orígenes más técnicos. Nacido en Buenos Aires, en 1937, se preparaba para diseñador gráfico, que compaginaba por correspondencia con estudios de dibujo. Antes de los 20 años, sin embargo, ya había hecho una primera aproximación al campo publicitario, donde a la larga acabaría encaminando su pasión fotográfica. "De la fotografía creativa no se puede vivir", no se cansaba tampoco, sabiamente, de repetir.
La influencia del fotógrafo Anatole Saderman le llevó a buscar nexos entre la imagen estática y el cine. Teoría, sí, pero de eso no se vive. Así que decidió a abrir en 1971 un taller de foto publicitaria (para comer) y una cooperativa (para sus proyectos más creativos). Pero los primeros síntomas del inminente golpe militar le llevaron a pensar en dejar el país con su familia.
La elección, "romántica", fue Barcelona, donde llegó en 1976: "Tres meses después de la muerte de Franco y tres antes del golpe de Estado en mi país". El diseñador América Sánchez, a quien había conocido unos años antes, sirvió de imán.
No le pudo ir mejor a la fotografía española, un poco enredada en una época vanguardista y de experimentación que quizá representaba como nadie en Madrid la revista Nueva lente. En Barcelona, enseguida se convirtió en colega y, de alguna manera, en uno de los cabecillas de un grupo entre los que estaban fotógrafos como Xavier Miserachs, Toni Catany, Joan Fontcuberta y Manel Esclusa, entre otros. "Por vez primera me sentí parte de un grupo con intereses comunes", recordaría años después.
Desde entonces, su obra fue ganando reconocimiento, sí, quizá en silencio, pero con rotundidad, como sus retratos; así lo certifican el Premio Ciudad de Barcelona de Artes Plásticas (1996) y el Nacional de Fotografía (1997).
"En la realidad siempre puede haber alguna cosa de misterio; y debe ser así, porque donde no hay misterio no hay interés. En esa ambigüedad quiero que se mantenga mi obra", defendía para desvincularse del documentalismo en el que se le quería encasillar. Con ese misterio, a 48 horas de un homenaje, se fue.
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