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Columna
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Septiembre

Después de muchas horas dándole a la tecla, perdida en mis novelerías, me gusta darme un paseo por el barrio. Es una manera de poner los pies en el suelo. Calles con tiendas de ultramarinos de las de toda la vida y fruteros que empalman la navaja con mucho arte y le pegan dos tajos a la sandía para que el cliente la pruebe y en fin, esos sonidos de barrio viejo donde conviven todos los oficios, desde la tienda de informática hasta un pequeño tabuco de zapatero en el chaflán. Valencia no se salva por los puentes de Calatrava, ni por su catedral, ni por sus fiestas falleras, sino por estos barrios que sobreviven pese a la miseria moral de sus políticos. Es lo que más me gusta de esta ciudad: el olor a cruasán recién horneado, las macetas de flores goteando en los balcones, niños que salen del cole con sus mochilas a la espalda, dos señoras con el carrito de la compra charlando en la acera, el jubilado en pijama que mira el mundo desde el balcón. Una casi se reconcilia con la humanidad en días así.

El otro día iba caminando tranquilamente por una de esas calles que a veces creo que sólo existen en mi imaginación, cuando de repente, sin saber cómo, me encontré ante el mostrador de una papelería. Fue el olor lo que me llevó hasta allí. Olía a septiembre. Un olor inconfundible, a libro nuevo, recién colado y encuadernado. En el almacén de la trastienda un dependiente colocaba en los anaqueles pilas enteras de libros de texto, perfectamente ordenados por materias: Matemáticas, Física y Química, Lengua... Es lo que tienen los olores. Un segundo basta para dar un salto en el tiempo, y de pronto te ves con doce años, el anorak azul marino y las botas Gorila, abriendo el paquete de los libros con aquella fascinación reverencial que se repetía todos los años al comienzo de curso mientras pasabas las páginas y te fijabas en las ilustraciones: los huesos del cuerpo humano, los nombres de los músculos, el esternocleidomastoideo, el perfil de Hernán Cortés en la edición de Historia de España de Vicens Vives, el número Pi, 3,1416 en un recuadro azul y aquel aroma a tinta fresca, a papel mágico que olía a enigmas por resolver, a expectación y a misterio con su parte inevitable de tortura china también, como cualquier tierra virgen a la que hay que llegar.

Hay un momento en la vida en la que todo es posible porque todo está por aprender. Por eso, supongo, estás ahí, al pie del mostrador, recordando frases y citas asociadas a ese olor como si los dados te permitieran regresar a la casilla número uno del juego de la oca: y tiro porque me toca, Rosa-rosae, la del alba sería, la suma del cuadrado de los catetos, forget forgot forgotten, base por altura partido por dos...

Y ahí sigues, preguntándote si la cría del suéter rojo que está a tu lado comprando un diccionario Vox sentirá lo mismo que tú sentías o si por el contrario entre la lumbrera del conseller de educación y tanto psicopedagogo interactivo le habrán jodido la ilusión por aprender cosas. Con gente empeñada en llamarle al recreo, segmento de ocio, y al nivel de conocimientos, techo competencial y a las Matemáticas de siempre, opción propedéutica, no hay en verdad muchas razones para la esperanza. Así que miro a la niña y le sonrío como queriendo tranquilizarla sobre lo que le espera, mientras repito para mis adentros, Triste suerte la de las hijas de Ariovisto... pero lo digo ya sin asomo de nostalgia, sino con pura mala leche.

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