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Columna
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El próximo otoño

Ocurre más a menudo de lo que el lector supone. El columnista habitual de la prensa escrita goza de un doméstico principio de incertidumbre según el cual o no tiene tema y se lo inventa sobre la marcha, o bien lo tiene pero le parece prematuro hablar de ello sin despotricar, o recurre a generalidades que a muy poco comprometen o, lo que viene a ser más frecuente, echa mano de su maletín de premoniciones por ver si acierta en alguna el día siguiente, que es cuando se publicará el artículo que salió de su pantalla la noche anterior quizás ya un poco desfasado. Incierto oficio, y un tanto perezoso, también un tanto plasta, que obliga a tratar asuntos varios con algún apunte de actualidad en la esperanza no siempre cumplida de que el favor de lo actual le haga el favor de aguantar al menos unas horas, las del sueño, un tiempo infinito capaz de desmentir incluso las más atinadas de las observaciones siempre apresuradas. Escribir así es como montar una moto de gran cilindrada que lo mismo te la hace en la próxima curva con el pavimento mojado y te rebana el cuello en una de las supuestas protecciones del quitamiedos. Es el presente antes del presente, Casandra al móvil.

No se sabe qué o quién le quita el miedo al columnista; si su propia inanidad, un trago de whisky a tiempo, una llamada telefónica que le invita a cenar y que le sirve para reorientar la tontería con la que trata de obsequiar, aburrir, desorientar, distraer, alarmar o divertir a sus lectores, a quienes, por lo demás, no tiene el gusto de conocer salvo por algunos encuentros de supermercado o de escalera de vecinos que, a cuenta de la maldita foto que acompaña a lo que dices (como si no bastara con lo uno o con lo otro) te dicen ¿así que tú eres tal?, a lo que siempre asientes entre aturdido y temeroso porque ignoras si es amigo o enemigo. Como lo mismo te rompen la jeta, o lo intentan, o lo piensan, muchas veces recurres a la argucia de la negativa provisional: no, oiga, ése no soy yo, es un hermano gemelo, nuestro parecido físico es extraordinario, ya lo he padecido otras veces, y escribe cosas que es que es que lo mataría o (según la actitud intuida en el espontáneo interlocutor) siento por lo que hace verdadera admiración, o conmiseración, o un desdén infinito, o verdadera lástima, o ni siquiera sé quién es porque jamás leo esas cosas, argumento definitivo que deja al impertinente merodeador de cutres celebridades locales un tanto mosqueado pero convencido.

Aquí, y bien que lo siento, hay que volver a Francisco Camps, que es uno y trino sin ser por ello santo ni trinitario. ¿Carece de amigos no estrictamente compinchados que le hayan hecho ver lo impropio de su actuación, más allá del dictamen que en su día decida la severidad de la Justicia? Otra pregunta me corta el resuello en este casi último día del mes de julio: ¿Es consciente Font de Mora, consejero de Educación, por aquello de que para algo debe servir cargo semejante, de haber hecho el numerito con su mal inglés a cuenta de una asignatura escolar muy seria que ha convertido en estrafalaria a fin de no darla de ningún modo? ¿Y por qué se niega esta gente a dar algo tan sensato como Educación por la Ciudadanía? Pues porque son más ciudadanos que educados. Y viene a ser lo mismo que lo que sigue: ¿Sabe Rafael Blasco que ha venido a quedar en nada después de sus irresponsables muestras de incapacidad a la hora de dar la cara por su jefe (uno de ellos) para dejarlo, como es su costumbre, con la corbata al aire?

¿Saben los ciudadanos con qué pandilla de becarios de altos vuelos se la juegan? Yo creo que no. Esperaré hasta el otoño, que será duro, para asegurarme. Vaya si lo haré.

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