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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

De un país perdido

Marcos Ordóñez

La literatura catalana tiene dos árboles gigantes: Pla y Sagarra. En el Grec han coincidido dos adaptaciones de El quadern gris y La ruta blava. La primera, dirigida por Joan Ollé en el Espai Lliure, es extraordinaria: te dan ganas de correr a leer (o releer) el dietario de Pla mientras comes sardinas a la brasa. La segunda, concebida por Pablo Ley y dirigida por Josep Galindo en el Romea, y de la que les hablaré la semana próxima, también te da ganas de correr, pero a escape: así no se trata a Sagarra, señores.

Ollé es, entre otras cosas, un maestro de las adaptaciones literarias: Rodoreda (La plaça del diamant, que hace poco Jessica Lange interpretó en Nueva York), Cercas (Soldados de Salamina), Estellés (Coral Romput) y ahora, tras el tropiezo de El Ángel Exterminador en el Grec 08, un tour de force: destilar, al alimón con Carles Guillén, las 600 páginas de El quadern gris en un espectáculo de hora y media, coproducido por El Canal/Salt y el festival del verano barcelonés. El dietario, que cubre un año y medio de la vida de Pla (marzo, 1918-noviembre, 1919) tiene algo de palimpsesto: el despertar a la vida y la escritura de un muchacho de 21 años; revisado, quizás reinventado, en 1966, por un anciano de 70. En el escenario coinciden ambos. Al joven Pla (Ivan Benet) corresponden, en líneas generales, las interrogaciones y las epifanías; al viejo Pla (Joan Anguera), las evocaciones y los escepticismos. Benet, perfecto de aplomo, de naturalidad, realiza su mejor trabajo hasta la fecha. Anguera tiene, como Pla, un rostro entre ruso y piel roja. O magiar. Con la boina y el cigarrillo liado a mano, el parecido es asombroso, pero su actuación va muchísimo más allá de la semejanza: su múltiple logro es interpretar la mirada, la colocación física, la sorna, la melancolía. Este enorme actor, que el año pasado fue un imponente Rey Lear, me recordó aquí, cosa curiosa, al maduro y sabio Reggiani. En el centro del juego (Rey, Dama, Valet), la gran Montserrat Carulla encarna, según Ollé, el rol de "narradora lírica o lectora distanciada". Tanto ella como Anguera se desdoblan, además, en personajes del entorno de Pla: madre, padre, amigos, mentores diversos. Para salir airosos del envite hay que confiar, por encima de todo, en la palabra: saber decir, saber escuchar, hacerse escuchar. Sin aceleraciones, sin subrayados, sin gestos innecesarios, con el tono y el tempo precisos. La intimidad es el elemento clave. Hay cercanía y hay atmósfera, cimentada en la escenografía y las filmaciones de Eugenio Swarzer, el vestuario de Miriam Compte, la luz pretérita de Lionel Spycher. Al fondo, una alta persiana de listones. Suelo de baldosas, fresco, como recién fregado. Un velador. Tres sillas blancas, de hierro forjado. La primera parte transcurre en el Palafrugell de la infancia. Olores: el corcho quemado que flotaba en el aire, el terciopelo de los vestidos. El olfato le revela la ley de la causalidad: al orinar, retorna la tortilla de espárragos del mediodía. Stendhal hubiera podido escribir eso pero ¿qué otro escritor catalán de la época se hubiera atrevido a ser tan gozosamente vulgar, tan verídico? El joven Pla lee los ensayos de Montaigne, los diálogos de Platón. Y, muy probablemente, los diarios de Jules Renard. El quadern gris (y la función, por supuesto) es un retrato perfecto de ese joven obsesionado por su "sequedad de corazón, por la esterilidad sentimental", que sólo quiere "a la gente que me puede enseñar algo", que se ve "cobarde, conservador y envejecido", con "demasiadas quemaduras de tabaco en los pantalones", que en la mili se ata, detalle supremo, un cordel en el muslo para saber dónde tiene la pierna derecha. A este Roquentin ampurdanés le salva una superlativa capacidad sensorial: para él, Schumann es "redondo como una manzana", y comer un rovelló (vale, níscalo: qué raro suena Pla traducido) es como devorar "la oreja de una señorita, empapada en pinaza". Manes protectores (o Santísima Trinidad): "el arroz negro con marisco y un buen sofrito; el niu con 'peixopalo', tripa de bacalao, un pichón y all-i-oli; la langosta con pollo". Su lucha esencial: inventar, sensatamente, un idioma. Escribir en prosa. "Lo más difícil: describir un árbol, un bigote, un conejo". Y desconfiar, siempre, de los escritores "que tocan el violín" o que "hablan en cursiva, como D'Ors". Hay una escena sensacional en la que busca, sin éxito, el adjetivo preciso para el mar que acaba de contemplar: "Fumo", dice, "para, entretanto, buscar adjetivos". Para desenvolverse en la vida, su padre le aconseja "más astucia que buena voluntad". La segunda parte se centra en su primera estancia en Barcelona, el año de la terrible epidemia de gripe ("el aire suavísimo, la muerte a cuatro pasos"). La escena cambia. A la izquierda, la cama de su pensión, donde los bistecs son "delgados como oreja de gato". A la derecha, la mesa de trabajo del viejo futuro, que le contempla con una sonrisa indescifrable.

Al joven Pla corresponden, en líneas generales, las interrogaciones y epifanías; al viejo Pla, las evocaciones y escepticismos

El joven Pla atrapa al vuelo los colores, los olores y los hedores de aquella Barcelona; vaga por las Ramblas, se extasía ante las mujerazas del Chino (y ante el pan, y las alubias, y el bacalao "en cualquiera de sus formas"); describe en diminutivos el barrio de Sant Gervasi; frecuenta las tertulias del Gambrinus, la "Penya Gran" del Ateneo y recibe lecciones fundamentales: "No escribas pensando en lo que has leído: escribe según tu temperamento", le dice Alexandre Plana. El dietario y la función acaban cuando, por consejo del doctor Borralleras, se convierte en periodista "para aclarar su estilo" y marcha a París como corresponsal de La Publicitat.

En ese vaivén de tiempos coincidentes, Ollé inserta una imagen generacional: el gran abeto iluminado de Portal del Ángel, emblema navideño para los chicos de nuestra quinta, e icono -como "le grand chêne" de Brassens, como el arbóreo Pla- de un país perdido en el que nadie ha vuelto a mirar así, a escribir así. Que esta maravilla sólo haya estado cuatro días en el Lliure roza lo inexplicable. Obligatorio, pues, su regreso en temporada. Y su gira por toda España, con subtítulos.

De izquierda a derecha, los actores Montserrat Carulla, Ivan Benet y Joan Anguera, en <i>El quadern gris</i>, de Pla.
De izquierda a derecha, los actores Montserrat Carulla, Ivan Benet y Joan Anguera, en El quadern gris, de Pla.JOSEP AZNAR

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