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Columna
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Amarres en el Senado

Alta política. Hace cuatro meses los charcuteros celebraban que el Senado aprobó pedir al Gobierno la modificación de un decreto que prohibía a los carniceros vender directamente sus longanizas a bares y restaurantes. Hablamos de charcutería tradicional y no de los chorizos trajeados que acaparan la agenda judicial. Al hilo de la victoria chacinera, un parlamentario socialista sacó pecho para proclamar que la Cámara Alta sirve para algo. Eludió añadir, y no por desliz, que si algún conflicto de intereses de mayor cuantía hubiese amenazado la geografía variable, que es el eufemismo puesto en circulación por los socialistas encargados de innovar el lenguaje criptográfico en materia de insuficiencias, los chacineros se habrían quedado pasmados y con el delantal mirando a Picanya. O sea, que el Senado sirve, si el Congreso no se opone. Y cuando amenaza derrota, como en el límite del gasto para los próximos presupuestos del Estado, el asunto vuelve al toril y se renegocian las alianzas en el Congreso, pagando lo que sea. Lo que no priva al mausoleo de la nómina, faltaría más. Desde hace tres décadas que ese cementerio de elefantes y retiro de viejas glorias, valga la redundancia, sigue anclado en el quiero y no puedo, que es una inhabilitación de facto. Una vez al año o así, se reivindica como Cámara de representación territorial, pero es mentira, porque 30 años de fosilización no dejan lugar a dudas sobre sus verdaderas intenciones. Así aguantó Penélope, tejiendo y destejiendo mientras esperaba el regreso de Ulises. Los románticos del XIX, cuando el deseo perduraba como intangible sin pasar a mayores, se suicidaban incluso poéticamente. Adiós, mundo cruel. En el Senado, ni se les pasa por la cabeza. Tampoco han considerado, pese a la crisis, la posibilidad de disolverse discretamente o mantener abierto el quiosco con voto ponderado, como cualquier consejo de administración de una mercantil participada. Con el ahorro, además de la banca tóxica, podrían salvar hasta las finanzas de la Generalitat valenciana, que ya es decir. Se entiende que surjan tempranas vocaciones para recalar en el balneario, cual es el caso de Leire Pajín, mientras espera la próxima derrota para heredar el páramo del PSPV.

Gozosa noticia, la de días atrás en la Cámara Alta, allí donde los senadores del PP plantearon eliminar los impuestos sobre la compra de yates. Demasiado, incluso para la izquierda acomodada. Cáritas y la Cruz Roja no dan abasto en el reparto de víveres y los señoritos, a los que ya libraron del engorroso impuesto sobre el patrimonio, no quieren pagar la matriculación de su armada invencible. El defensor de la moción alegó que no era para yates de lujo sino para barquichuelos de 60.000 o 70.000 euros. Que es lo que cualquier currante tiene amarrado a la puerta de casa, esperando el plenilunio para darse un garbeo por la mar océana. Su señoría añadió que el sector náutico de recreo ocupa a 115.000 personas. ¿Perderán el empleo por culpa de la fiscalidad? Pues a reflotar, nunca mejor dicho, yates, nucleares caducadas y lo que haga falta. Lástima que nadie pensase en el futuro de los verdugos que se extinguirían con la abolición de la pena de muerte. Porque, estética aparte, hacían su trabajo. Como los serenos y otras profesiones venidas a menos o simplemente extintas ¿Asombroso? Tanto como la inutilidad de una izquierda instalada, que frena el escape fiscal de los yates, pero es incapaz de combatir la piratería parapetada tras el amarre.

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