Helen Levitt, fotógrafa de las calles de Nueva York
Retrataba a la gente humilde en sus rutinas diarias
Helen Levitt ya no paseará su cámara Leica por Nueva York. Esta fotógrafa de fotógrafos, miembro de derecho de la realeza del objetivo, falleció el domingo 29 de marzo a los 95 años de edad. Poco conocida por el común de los mortales, pero adorada por muchos profesionales de su gremio, Levitt nació en Brooklyn en 1913, y en pocas ocasiones abandonó la ciudad de Nueva York. Cuando lo hizo, como en un viaje de trabajo a México en 1941, regresó con una serie de fotografías que bien podían haber sido tomadas en esos barrios de la Gran Manzana que tanto amaba.
No acabó la escuela secundaria y desde muy joven trabajó de aprendiza de un fotógrafo en el Bronx, practicando la técnica antes de lanzarse a probar sus propios encuadres. Fue el maestro Henry Cartier Bresson quien le cambió la vida: "Cuando vi fotos de Cartier Bresson comprendí que la fotografía podía ser arte... y eso me hizo ambiciosa", dijo en una ocasión.
El juego, una constante
Reacia a hablar de su vida, modesta por imposición propia, apartada de los focos del artificioso mundo del arte neoyorquino, Helen Levitt fotografió lo que ya no se puede fotografiar: niños jugando en las calles de Nueva York en los años treinta y cuarenta. Eran los hijos de otra gran crisis, la del crash de 1929, marginados que ignoraban su mala fortuna jugando. Con su habitual sequedad, dijo a la revista The New Yorker en 2001 que, a pesar de todo, a ella no le gustaban especialmente los niños. "La gente piensa que sí. Pero no... No más que el resto de las personas. Sólo sucedía que eran los niños los que estaban en la calle".
El juego es un tema constante en sus poderosas imágenes en blanco y negro, una forma de relación social cuando el consumismo norteamericano no lo había invadido todo. Los hogares todavía no se organizaban en torno a la televisión. "Aquello era antes de la televisión y el aire acondicionado", dijo Levitt en una entrevista con el diario The Chicago Tribune en 2003. "La gente se reunía en la calle. Si te quedabas el tiempo suficiente, se olvidaban de que estabas allí". Entonces llegaba el momento decisivo en el que ella capturaba la instantánea, siguiendo la filosofía de Cartier Bresson.
Los niños se disfrazaban con máscaras, conducían triciclos, trepaban por las paredes, reían y se divertían. Levitt tomaba su cámara y se adentraba en el Harlem hispano. "Era un estupendo vecindario para tomar fotos", dijo en una entrevista en la cadena pública de radio NPR en 2006. "Sucedían muchas cosas. La gente mayor se sentaba en las escaleras de sus casas para combatir el calor".
Tanto en sus instantáneas de Harlem como en las del Lower East Side, Levitt retrataba a los pobres, a los desfavorecidos que capeaban las desgracias con humor y disfrutando de la rutina diaria. Su fotografía, como la de Cartier Bresson, tiene conciencia social. Pero a su pesar. Son las fotografías las que hablan, no la fotógrafa: "Yo nunca quise decir nada en mis fotografías. La gente me pregunta que qué significan. Y yo no tengo respuestas válidas", dijo al Tribune en 2003. "Ves lo que hay".
Además de ser amiga de Cartier Bresson, lo fue de Walker Evans, el fotógrafo de la Gran Depresión. Ambos recorrieron Nueva York en metro en los años treinta. Compartían un laboratorio de revelado y él le enseñó a no dejarse llevar por el sentimentalismo tras el objetivo, a mantenerse al margen de lo que fotografiaba.
En los cuarenta colaboró con Luis Buñuel, a quien ayudó en sus cortos de propaganda pronorteamericana en la II Guerra Mundial. Entre 1949 y 1959 se dedicó al cine, para volver a la fotografía y experimentar con el color en los años sesenta. En la década de los noventa renunció al color porque no podía controlar las tonalidades tanto como le hubiera gustado. La dependencia de un laboratorio ajeno no la contentaba, así que sus últimos trabajos son, en cierto modo, un regreso a sus orígenes. Pero ya nada fue lo mismo: su ciática le impidió positivar sus fotos, la Leica se volvió demasiado pesada, los niños abandonaron la calle y Nueva York se convirtió en una megalópolis. El suyo será, para siempre, un testimonio privilegiado de un pasado que ya no regresará.
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