"Nunca he escrito un poema sabiendo de antemano lo que quería decir"
A Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) le gusta hablar. Hablar de sí mismo, no tanto. Tal vez por eso, antes de la entrevista propone una comida; más tarde, una visita a una exposición sobre la India moderna en el IVAM. Brines observa cada pieza detenidamente. Apenas rompe su silencio para comentar la conmoción que le produjo El río, la película india de Jean Renoir. Poeta de la generación de los cincuenta, premio Nacional de las Letras en 1999 y miembro de la RAE -sillón X- desde 2001, Brines es uno de los últimos maestros vivos de la poesía española. Medio siglo después de que ganara el Premio Adonais con Las brasas, un libro que le ayudó a ordenar Vicente Aleixandre, una enjundiosa edición crítica de Sergio Arlandis devuelve a las librerías el primero de los siete libros de un autor que publicó el último, La última costa (Tusquets), hace 14 años. Brines tiene un poemario casi completo y ninguna prisa por terminarlo. Algo maltrecho del corazón pero de una lucidez inagotable, comenta: "Me gustaría tener tiempo para otro libro. Si no, éste será el último".
"Cuando lees a alguien que piensa lo contrario que tú y, por la emoción estética, asientes al contenido de su poema, nace la tolerancia"
PREGUNTA. Su primer libro ya fue el de un poeta maduro, nada primerizo.
RESPUESTA. Yo tenía 26 años, quizás 25, y había escrito desde los 14. Todo lo anterior es prehistoria y aprendizaje. Luego ha resultado que en ese libro estaban las mismas constantes que en los restantes. Mi interés ha partido siempre del intento de arañar enigmas. Me interesa la poesía como búsqueda de un conocimiento sobre la naturaleza humana y sobre el enigma de la vida, la poesía como salvación de momentos concretos. Tenemos unos puntos constantes que nos dan la sensación de identidad, pero si reflexionamos un poco nos damos cuenta de que hemos sido muchos. De niños apenas tenemos nada. Quizá el poeta tiene la capacidad de asombro. Sólo desde esa capacidad uno puede escribir.
P. ¿Cómo era España en 1959?
R. Había un ambiente gregario, pero había gente crítica que se relacionaba con otros que pensaban como ellos. Con eso se iba tirando. Incluso en los regímenes totalitarios aflora la capacidad de excepción de los individuos. No irá con una pancarta por la calle porque tiene instinto de conservación, pero por dentro se siente individuo. Ahora, ¿que la educación podía haber dado resultados mejores? Sin duda.
P. ¿Qué suponía ganar el Adonais?
R. Mucho. Era el premio de la joven poesía. Ya había dado a conocer a poetas de la generación anterior como Hierro, Vicente Gaos o José Luis Hidalgo y había empezado a dar a conocer a Caballero Bonald, luego a Claudio Rodríguez. Más tarde, a Valente, a José Agustín Goytisolo, a Ángel González... El premio tuvo la fortuna de acertar en los poetas y eso interesó a los lectores.
P. ¿Y por qué un premio tan importante deja luego de tener relevancia?
R. Primero, porque empiezan a aparecer otros premios. Luego, porque, aunque hubo títulos muy buenos, aparecieron libros epigonales. Además, cuando aparecen los novísimos la colección está ciega para esa poesía, que tenía cosas flojas pero otras francamente buenas. Un premio nunca puede quedarse parado. Tiene que moverse en paralelo a la poesía de su tiempo. Debe estar atento a los cambios.
P. ¿Cuál es el Adonais de hoy? ¿El Loewe?
R. No. Al Adonais iban poetas prácticamente inéditos. Al Loewe van inéditos pero también gente muy conocida. Éste es un momento en que las tendencias son muy diversas. No hay ninguna dominante como pasaba en la posguerra. Ahora convive una poesía intimista con una realista, con una metafísica y con una poesía de lenguaje.
P. Cuando usted empezó dominaba la poesía social. ¿Fue un límite para una escritura como la suya, más intimista?
R. No. La poesía es buena o mala. Hay poesía social muy buena: Vallejo, España, aparta de mí este cáliz es maravilloso. El problema es que la mayor parte de la poesía social de entonces lo que hacía era poner en verso lo que se hablaba en el café. Era una traslación en verso de reflexiones, confesiones o creencias usuales en la gente. No me interesaba mucho porque yo en la poesía siempre busco un motivo de revelación, descubrir algo que yo no sé de antemano. Nunca he escrito un poema sabiendo lo que quería decir.
P. Pero todo poema expresa una moral.
R. Vivimos un mundo de minorías. La poesía es una gran defensa del individuo y de la individualidad del ser humano. Como se habla desde la vida y desde las emociones y tenemos parecidas alegrías y tristezas, el lector en la poesía no se busca a sí mismo sino que busca la verdad del otro. Cuando lees a alguien que puede ser incluso lo contrario que tú y, por la emoción estética, asientes al contenido, se establece algo muy importante: la tolerancia. Así, si un creyente lee un poema agnóstico y se emociona, ese creyente se hace tolerante, aunque sea por un momento. De la misma manera que si un lector ateo lee a San Juan de la Cruz, puede que no crea en la mística, pero sí creerá en el hombre que se apoya en ella.
P. Toda su poesía tiene un poso elegiaco. ¿Los momentos luminosos no producen poemas?
R. Lo importante es la vida. Y el momento de verdad importante es la despedida de la vida. La primera gran experiencia de pérdida es el tránsito de la niñez a la adolescencia, con la pérdida del sentimiento de la inmortalidad. Los niños se sienten inmortales, para ellos no existe la muerte. Cuando experimentas que la muerte existe y es fatal es cuando la finitud de la vida se impone como el gran tema. El hombre es tiempo.
P. Hace unos años volvió a vivir al campo, a la casa en que escribió Las brasas. ¿Las sensaciones de ahora se parecen a las que aparecen en el libro?
R. No. Ya no soy el adolescente que miraba la aparición de las estrellas y se le llenaban los ojos de lágrimas. Desgraciadamente, el mundo está estrenado ya. El llanto es más seco. Tengo el mismo amor a la vida, pero también he aprendido a tener resignación. En ese sentido, el mundo está bien hecho. Vamos de la niñez a la vejez, hacia un cansancio mayor en el que pensamos que es natural abandonar las cosas de aquí. Hay finales también tremendos. Por eso soy partidario de la eutanasia, porque amo la vida, porque pienso que la vida es digna. Yo no quiero la decrepitud. La vejez, sí, que es buena y tiene cosas que desconocía. He perdido muchas cosas, pero he ganado otras.
Las brasas. Francisco Brines. Edición de Sergio Arlandis. Biblioteca Nueva. Madrid, 2009. 224 páginas. 12 euros.
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