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Columna
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Huelga mágica

Manuel Rivas

En los últimos años, en España, gran parte de las protestas políticas en la vía pública fueron encabezadas por obispos. Suerte para el Gobierno de Zapatero que monseñor Rouco no sea precisamente el Príncipe de los Oradores, como llamaban a aquel célebre predicador inglés, C. H. Spurgeon, que desde el púlpito de la capilla londinense de New Park Street clamó: "Por la fe cayeron los muros de Jericó; y por la fe caerá también esa pared del fondo". Y cayó. Momentáneamente aparcada la ofensiva espiritual, ahora estamos inmersos en una crisis económica, de valores contables, que genera una ansiedad popular y demanda resortes de justicia para los más indefensos. Y ahí estamos otra vez en España asistiendo a un elitismo único y asombroso, que no sé si corresponde estudiar en el ámbito de la antropología o de la zoología. Si la política la pretendían hacer los obispos, en esta nueva vuelta de tuerca, las huelgas las hacen los ricos, y las protestas por el mal funcionamiento de la justicia las protagonizan los poderosos e intocables administradores de la justicia. Claro que las huelgas de los ricos, como el caso de los comandantes de Iberia, son espectáculos divinos, celestiales, frente a la vulgaridad inhóspita de un paro obrero, con sus despidos, sus listas negras, sus perdedores. Las huelgas de los dioses son mágicas: inexistentes, pero con efectos devastadores para los mortales que se arrastran por las bien llamadas terminales. En cuanto a los jueces, hay que decir que la justicia española no siempre funcionó mal, así que algo de culpa tendrá el Gobierno. Un periodo de máxima eficacia fue el del Tribunal del Orden Público (TOP). Sin informática ni pamplinas, los jueces enjaularon, entre 1963 y 1977, a miles de disidentes y obreros huelguistas. Tiempos fabulosos aquellos, sí señor, en que hacías una huelga y encima el juez te enviaba de vacaciones a un gran hotel.

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