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EXTRAVÍOS | ARTE | Exposiciones
Columna
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Dúo

Marie y Nicolas, una pareja francesa que llevan juntos unos quince años -ella, fotógrafa ocasional, y él, arquitecto-, vuelven a París desde su lugar de residencia habitual, Lisboa, para asistir a la boda de unos viejos amigos, que paradójicamente coincide con la intención que ellos tienen de divorciarse. Pero no precisamente de común acuerdo, porque, si una pareja se rompe, todo lo civilizadamente que se quiera, triunfa lo impar, esa dolorosa vuelta a la solitaria libertad después de haber mordido la manzana del contacto. El cineasta japonés Nobuhiro Suwa (Hiroshima, 1960) filma, en Una pareja perfecta (2005), la crónica de este desamor, que asimétricamente le da a Marie la palabra, que oscila entre la plegaria y la imprecación, mientras Nicolas, fugitivo, se refugia en el silencio, todo ello enhebrado en una serie de planos-secuencia, que son como claustrofóbicas cajas espaciales. Según se va tensando la mutua desunión, la locuaz Marie trata de calmar su ansiedad visitando el Museo Rodin, donde su atención se centra, en primer término, en la escultura titulada La catedral (1908), que representa dos manos que parecen estar a punto de tocarse, pero también, en segundo, en la titulada El eterno ídolo (1888), donde una joven desnuda arrodillada deja que un hombre, también desnudo y de rodillas, pero situado en un plano inferior, sumerja la cabeza entre sus senos. Las manos de La catedral dan la impresión de querer entrelazarse como en signo de religiosa manumisión, pero la tensión que habita en la pareja idolátrica, para Rilke, tiene algo de la atmósfera del purgatorio: "Un cielo está próximo, pero aún no ha sido alcanzado; un infierno está próximo, pero todavía no ha sido olvidado. Ahí mismo también, toda la luz irradia a partir del contacto; del contacto de los dos cuerpos, y del contacto de la mujer consigo misma".

Como en todas sus principales anteriores películas -2/Dúo (1997), M/Other (1999) o A letter from Hiroshima (2002)-, Nobuhiro Suwa explora, valga la paradoja, el encuentro del desencuentro erótico, pero dejando que las sendas recorridas por el estrago permanezcan tan ambiguamente abiertas como en la vida misma, donde, tras la caída, cada parte por separado arrastra un regusto a ceniza. Hay muy eruditas divagaciones que nos explican las fuentes de la forma con que Suwa narra el trágico misterio del amor, que es la manera existencialmente más directa de tomar conciencia de la libertad mediante la enajenación o de sentirse vivir a través del otro, pero a mí personalmente me fascina cómo este refinado y sobrio cineasta encaja primeros planos figurativos en paralelo sobre escenarios físicos interiores, en cuyo fondo hay siempre una puerta o una ventana de escape, como si el hombre viviera en horizontal con un profundo mundo abierto a sus espaldas. Cuando se pronuncia la palabra "cosas", escribió Rilke, se produce un silencio, "el silencio que está alrededor de las cosas. Todo movimiento se apacigua, deviene contorno, el tiempo pasado y el futuro se encierran en alguna cosa durable: el espacio, el gran apaciguador de las cosas que no están constreñidas a nada". No es extraño que sea éste el contrapunto imprescindible para rodar esa fuga temporal disruptiva que es el amor.

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