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Columna
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Fuera de juego

En 1994, aprovechando el debate de política general en el Parlamento de Galicia, Fraga hizo una amplia reflexión sobre la situación del autogobierno en Galicia. A lo largo de su intervención, el entonces presidente de la Xunta puso de relieve la existencia de importantes disfunciones, denunció el solapamiento de competencias así como abusos intolerables en la utilización de la legislación básica del Estado.

A este panorama, Fraga añadió la nueva perspectiva que la integración en la UE aporta al diseño del Estado autonómico y señaló la ausencia de cauces adecuados para la defensa de nuestros intereses en los foros europeos. Como consecuencia de aquel análisis, Manuel Fraga formuló una batería de propuestas, incluida una reforma parcial de la Constitución, para abordar "la honda redefinición que necesita el marco general del Estado de las Autonomías". ¡Nada menos! Poco después, el PSOE, primero en el marco del programa electoral de las municipales y autonómicas y después en el cónclave celebrado en Santillana del Mar, hizo público su proyecto para abordar la nueva etapa autonómica con propuestas tales como la necesidad de completar el proceso de transferencias, garantizar que la legislación básica del Estado no invadiera las competencias autonómicas, la necesidad de introducir cambios en la representación española ante la Unión Europea y, sobre todo, la reforma del Senado.

Sólo una reforma constitucional ampliamente respaldada puede reconducir esa indeseable deriva

Pues bien, en abierta contradicción con tales compromisos, la celebración el pasado domingo del 30º aniversario de la Constitución, ha puesto de manifiesto de forma fehaciente que no existe la más remota posibilidad de abordar las necesarias y prometidas reformas constitucionales. Zapatero ha decidido meter su propuesta en el cajón a la espera de mejores tiempos, y el PP, empeñado en patrimonializar una Constitución a la que fue renuente, se muestre ahora inmune a la necesidad de abordar cambios en nuestra Ley de Leyes.

En tales circunstancias, el desarrollo del Estado autonómico seguirá, como hasta ahora, al albur de los resultados electorales y de los pactos políticos que dichos resultados obliguen a realizar. Así ocurrió en 1993 cuando el presidente Felipe González se vio obligado a ceder a Jordi Pujol el 15% del IRPF. Del mismo modo que, tres años después, Aznar tuvo que ceder el 30% de dicho impuesto a la Generalitat, y lo mismo ha vuelto a suceder en la reciente negociación del Estatut, cuando Zapatero se ha visto forzado a ceder al Gobierno de Cataluña la mitad de la Hacienda Pública.

Naturalmente, varias comunidades autónomas, entre las que desgraciadamente no se encuentra Galicia, han reaccionado ante estos hechos y han modificado sus estatutos de autonomía con el fin de equipararse a los catalanes. Cuando lo logren, Cataluña rechazará ver diluido su autogobierno en el denostado café para todos y el círculo vicioso volverá a empezar de nuevo. Sólo una reforma constitucional amplíamente respaldada puede encauzar este proceso y reconducir esta indeseable deriva política.

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Galicia, que en el pasado jugó un papel relevante en el diseño del Estado autonómico está hoy fuera de juego. Una de las razones de esta marginación (automarginación) es el fracaso con que concluyó la negociación para la reforma del Estatuto de Galicia. Lo más grave, sin embargo, es la posibilidad de que esa situación se prolongue a lo largo de la próxima legislatura.

Todos los datos de que disponemos predicen, en efecto, que la actual coalición de gobierno seguirá en el poder tras las elecciones de marzo y que incluso aumentará su peso parlamentario. Pero todos los estudios demoscópicos apuntan también que el PP obtendrá más de 25 diputados, lo cual le otorga al partido conservador derecho a veto en esta crucial cuestión, pues, como es bien sabido, para reformar nuestro Estatuto se necesita el respaldo de dos tercios de la Cámara Autonómica.

Así pues, o Núñez Feijóo deja de subordinar los intereses de Galicia a la estrategia general del PP o Galicia no recuperará el protagonismo político que tuvo en el pasado y que necesita en el presente.

En todo caso, Touriño, Quintana y Feijóo tienen como primera obligación defender los intereses de Galicia, y no pueden permitir que intereses electoralistas, dependencias partidistas o debates nominalistas impidan el acuerdo estratégico imprescindible para conseguir devolver a Galicia al primer plano político.

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