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Columna
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Nuestros hijos

Los hijos son un problema. Desde que no los dominamos, ni les obligamos a trabajar para nosotros, ni tratamos de imponerles nuestras ideas ni objetivos, desde que saben que tienen derechos y que no debemos pasarles factura por traerles al mundo, ni chantajearles emocionalmente por haberlos criado y querido, los hijos son un problema. Desde que un hijo sabe que no ha nacido para estar contentando a sus padres, sino para buscar su realización personal, los hijos nos parecen egoístas.

Desde que no podemos levantarles la mano, ni paralizarlos con un grito, ni echarles una bronca energúmena e intimidatoria, los hijos ya no son tan dóciles. Desde que no nos creemos sus dueños, sino sus responsables y protectores, estos chicos son un quebradero de cabeza.

Pero cuando se lanzan a la calle protestando, nos empiezan a poner bastante nerviosos

Desde que caímos en la cuenta de que no van a seguir nuestros pasos, o no van a ser ese modelo de estudiante que habíamos soñado, y que incluso aquellas dotes que despuntaban en él cuando nos dijeron que era superdotado se han esfumado en contacto con sus amigotes y con los encantos de la vida, los hijos son una decepción. Desde que ya nunca van a ser lo que tampoco nosotros fuimos, los hijos nos están privando de la última oportunidad de conseguir nuestros sueños aunque sea indirectamente.

Desde que les pusimos todas las vacunas y les dimos todas las vitaminas y logramos que crecieran sanos, nos irrita que se machaquen inútilmente en el fragor de la noche. Desde que se pasan tantas y tantas horas vagando por la evasión de las discotecas, la noche se ha convertido en un negocio suculento. Desde que nos han dicho que debemos descubrir si nuestros hijos se drogan porque de lo contrario nos sentiremos culpables de haber mirado para otro lado, nuestros hijos se han vuelto sospechosos. Pero sea como sea, los queremos por encima de todo, no podemos vivir sin ellos, entre otras cosas porque nos unen con el nuevo tiempo y con la nueva visión del mundo y además sin restregárnoslo por la cara. La falta de respeto social hacia los jóvenes va en contra de todos. Y, sobre todo, no puede ser que acaben con su vida unos matones de discoteca, cuya obligación es velar por su seguridad. Los porteros son los guardianes de una noche en que los jóvenes pasan a ser puro negocio. Con qué ligereza se le da una paliza a alguien hasta matarlo. Y como sabemos, el de Álvaro Ussía ha sido el más conocido pero no el único caso.

Desde que nuestros hijos no son tan contestatarios, ni revolucionarios, ni emprendedores como nosotros creemos que fuimos, los miramos con desilusión porque damos por hecho que no van a cambiar el mundo. Desde que les dejamos este caos de mierda y sin sentido y no encuentran estabilidad laboral, ni siquiera trabajo, nos parecen excesivamente perdidos y sin fuelle. No como nosotros, que tampoco lo tuvimos fácil, a decir verdad mucho más difícil, y aquí estamos dándoles ejemplo, y sin embargo, nada, como predicar en el desierto.

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Desde que viajan con sus mochilas y saben idiomas y comprueban que el mundo es ancho, pero sobre todo ajeno porque los puestos, los huecos, las sillas ya están ocupados y porque no encuentran la manera de canalizar lo que han aprendido, tendemos a pensar que todo es culpa de su comodidad y que lamentablemente no han heredado nuestra capacidad de lucha.

Desde que de pequeños les dimos lo que nosotros no tuvimos y les rodeamos de juguetes, zapatillas de marca, cortes de pelo exclusivos, videojuegos, comida con colesterol y 50.000 chorradas, se lo estamos echando en cara. Desde que fracasan masivamente en la escuela porque enseñanza y aprendizaje no acaban de casar, por mucho que se cambien los planes de estudio de modo bastante absurdo por cierto, empezamos a añorar el viejo lema de "la letra con sangre entra".

Desde que no quieren largarse de casa de cualquier forma y no están dispuestos a pasarlas canutas por esos mundos de Dios y prefieren la seguridad de sus cuartos de adolescentes aun con un par de canas que les están robando la juventud, no podemos mirarles con orgullo. Desde que hemos decidido que nuestra juventud fue más interesante e intensa, les hemos vaciado de heroísmo y energía. Pero cuando estos mismos hijos se lanzan a la calle protestando, en este caso contra el proceso de Bolonia, nos empiezan a poner bastante nerviosos.

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