Brida
"Sobre el fondo de trabajos aburridos, maniáticamente científicos y áridos como virutas, que publican los investigadores contemporáneos", afirma el escritor polaco Zbigniew Herbert (Lvov, 1924-Varsovia, 1998), en su libro Naturaleza muerta con brida. Ensayos y apócrifos (Acantilado), "con qué placer se descubre la manera tan diferente de escribir de los antiguos historiadores del arte". Es un preámbulo para a continuación elogiar el estilo literario del historiador del arte alemán Max Friedländer (1867-1958), un célebre especialista en la pintura de los Países Bajos, y para citar un maravilloso párrafo que escribió éste sobre la obra del pintor holandés Gerard Terboch (1617-1681), al que Herbert dedica un amplio ensayo en su libro, que gira sobre la historia y el arte de la Holanda del siglo XVII. Uno de los más grandes poetas polacos del siglo XX, pero también un consumado experto en arte, la reticencia de Herbert frente a la historiografía artística, digamos, "forense", es producto de la impaciencia de quien jamás ha dejado de mirar un cuadro sino como lo que es: un trozo de vida, sin duda, congelado, pero todavía capaz de trasmitirnos el cálido fervor de la existencia de otros seres humanos, da igual cuántos siglos hace. La pintura de los Países Bajos, desde los llamados primitivos flamencos hasta los maestros del siglo XVII, es uno de los episodios más deslumbrantes de la historia del arte moderno, lo que explica que varias generaciones de historiadores del arte de nuestra época la hayan elegido como tema de especialidad, cada cual aportando lo que podía. No obstante, hay que ser poeta para escribir un libro tan hondo y sensible sobre la cuestión como el que publicó Herbert y ahora ha sido traducido al castellano.
Las tres cuartas partes de este fascinante libro están dedicadas a la pintura holandesa del XVII, aunque, desde luego, no abordada de forma sistemática, sino eligiendo algunos artistas y obras que delatan de forma particularmente intensa el modo de ser y de vivir de esta asombrosa civilización. No es que Herbert seleccione lo más significativo y aleccionador al respecto, siempre con gran conocimiento de causa y penetración, sino que se esfuerza en mostrar su vigencia para el atribulado hombre contemporáneo. La mayor parte de las veces le basta y le sobra con el material histórico conservado, pero, cuando no, no tiene reparos en dejar volar su imaginación, como dentro de la serie final de los apócrifos, donde se inventa una imaginaria carta que escribió el lacónico Vermeer al físico y naturalista Antoine van Leeuwenhoek, carta que es una auténtica declaración sobre el sentido que anima a la creación artística. En realidad, todo el libro de Herbert es una sentida reflexión sobre la naturaleza elegiaca, evocativa, del arte, pero también, materia que remueve la materia, de lo que éste tiene de excitación carnal y de desvelamiento de los más recónditos apetitos humanos.
De siempre, el hombre ha vivido en un refugio o plataforma mediáticos, el lenguaje, pero, algunas veces, además de tomar conciencia de ese protector resguardo, debe pugnar por perforar el muro de separación entre las palabras y las cosas. Le va el sentido de la vida en ello. Tal es, por lo menos, lo que piensa un poeta, Herbert, sobre el arte.
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