La época del olvido
Tony Judt reivindica el papel de los intelectuales para debatir, transmitir y defender las ideas
En su monumental Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, su autor, el historiador británico Tony Judt, tenía lógicamente embridada su ideología, subsidiaria de la metodología y los acontecimientos que describía y analizaba. No es que esa ideología no anduviera presente, sino que lo estaba de modo subliminal, como un producto subsidiario del libro en cuestión. En Sobre el olvidado siglo XX, su última aportación intelectual (editorial Taurus, perteneciente al Grupo PRISA, editor del diario EL PAÍS), las ideas de Judt emergen desbordadas, plenamente descritas y razonadas y el sujeto al que se dirigen es la izquierda europea no comunista, que se ha quedado sin agente, sin proyecto e incluso sin historia. Y lo que es más preocupante, sin relato en el que apoyarse.
Sobre el olvidado siglo XX
Tony Judt
Traducción de Belén Urrutia
Taurus. Madrid, 2008
489 páginas. 22 euros
Si quiere recuperar su papel protagonista en los años venideros, esa izquierda debe aceptar su responsabilidad en los pecados del siglo que acaba de terminar: mientras no reconozca su antigua tendencia a preferir el poder a la libertad, a ver algo bueno en todo lo que hacía una autoridad progresista por el mero hecho de autodefinirse así (sin juzgar esa actividad en sí misma), dará la espalda abochornada al futuro. ¿Qué es lo que ha aprendido esa izquierda del pasado inmediato que revertirá en el futuro? Al menos tres ideas fuerza. La primera, que no es universalmente aplicable cualquier tipo de reglas o principios políticos y económicos; ello no significa una defensa del relativismo moral o cultural, sino el reconocimiento de que, dentro de ciertos límites, lo que es una conducta normal y esperable de un Gobierno en una sociedad libre puede ser considerado una interferencia intolerable en otra.
En segundo lugar, hay que repensar el Estado. Al menos en Europa, el Estado continuará desempeñando un papel principal en la vida pública por una serie de razones. La inicial, la cultural: los ciudadanos esperan que el Estado tome la iniciativa o al menos se haga cargo de los destrozos, cuando los haya; sólo el Estado es capaz de proporcionar los servicios y condiciones a través de los cuales los ciudadanos puedan aspirar a una vida plena. Por otra parte, como los mercados globales existen, como el capital y los recursos se desplazan por el planeta y los individuos o quienes los gobiernan han perdido el control de buena parte de lo que ocurre en sus vidas, hay una necesidad mayor que nunca para aferrarse a las instituciones intermedias (y en la globalización, el Estado es una institución intermedia más) que hacen posible la vida civilizada normal en las comunidades y sociedades. Por último, la necesidad de la democracia representativa -que hace posible que un gran número de personas vivan juntas con cierto grado de acuerdo al tiempo que conservan algún tipo de control sobre su destino colectivo- es el mejor argumento en favor del Estado tradicional: los dos están destinados a vivir o morir juntos.
La tercera línea fuerza de Judt indica que lo mismo que la democracia política es todo lo que media entre los individuos aislados y un Gobierno excesivamente poderoso, el Estado regulador, el Estado de Bienestar es el interlocutor central entre los ciudadanos y las impredecibles fuerzas del cambio económico.
El origen de Sobre el olvidado siglo XX son los artículos demandados al autor por revistas y periódicos de referencia, y recopilados aquí. Hay en ellos una identidad de objetivos y un hilo conductor, aunque no todos tengan la misma categoría y el mismo nivel de acierto (por ejemplo, son sensacionales los dedicados a Hannah Arendt, Kolakowski, Althusser o Hobsbawm, y más mediano el referido a Camus). Ese hilo conductor, la tesis del ensayo, es la época de olvido en la que hemos entrado. Hemos dejado nuestro pasado inmediato antes de haberlo entendido: no sabemos de dónde venimos. Se arrincona la historia en beneficio de la herencia y no consideramos en toda extensión un siglo XX que fue terrible en muchos sentidos, un periodo de brutalidad y sufrimientos masivos, quizá sin parangón en el registro histórico. De todas las ilusiones contemporáneas, la más peligrosa es aquella sobre la que se sustentan todas las demás: la idea de que vivimos en una época sin precedentes, que lo que está ocurriendo ahora es nuevo e irreversible, y que el pasado no tiene nada que enseñarnos excepto para saquearlo.
Entre los olvidos, uno de los más clamorosos es el de los intelectuales, los personajes que en el siglo pasado fueron uno de los vehículos fundamentales para el debate, la transmisión y la difusión de las ideas. El siglo XX fue el siglo de los intelectuales. Judt aprovecha la publicación de algún libro sobre los protagonistas de la república de las letras del siglo pasado para analizar su vida y obra, componiendo retratos analíticos verdaderamente originales de gente como Koestler, Primo Levi, Manès Sperber, Hannah Arendt, Camus, Althusser, su colega Eric Hobsbawm... Muchos son judíos y muchos acabaron su vida mediante el suicidio, muchos fueron primero comunistas y luego furibundos anticomunistas, muchos fueron trashumantes de países y lenguas y vagaron por toda Europa, muchos estudiaron el problema del mal político del siglo XX y su banalización. El Holocausto y el Gulag fueron sus parteaguas.
En este análisis del historiador británico, algunos de los citados y otros son golpeados dialécticamente por su inconsistencia, su incoherencia o sus silencios. Entre los primeros, el ex primer ministro británico Tony Blair ("un gnomo en el jardín"), sobre el que Judt hace vudú: su práctica política fue de una gran falsedad, transmitía una impresión de profunda convicción... en la nada; lo que contaba para él eran las apariencias; era un populista al que le producía urticaria el contacto directo con sus votantes. Simplemente, le gustaban los ricos. Entre los silentes incorpora a la mayor parte de los intelectuales liberales norteamericanos (el capítulo dedicado a ellos lo titula 'El silencio de los corderos'), que abdicaron de su labor al consentir y esconder la cabeza debajo del ala ante asuntos como la guerra de Irak, la masacre de Líbano, Irán, los ataques de la Administración Bush a las libertades civiles y al derecho internacional. "En los EE UU de hoy", sentencia Judt con dolor, "los neoconservadores generan políticas brutales que los liberales cubren con una hoja de parra ética".
Una última reflexión recorre transversalmente el libro, como una intensa preocupación del autor: el economicismo rampante de la última parte del siglo XX. Las grandes narraciones de la Nación, la Historia o el Progreso, que caracterizaron el relato de la primera parte del siglo pasado, aparecen ahora desacreditadas, sin recuperación posible. A partir de los años ochenta, los del triunfo de la revolución conservadora, describimos nuestros objetivos colectivos en términos exclusivamente económicos (prosperidad, crecimiento, PIB, eficacia, productividad, tipos de interés, bolsas de valores, etcétera), como si no fueran sólo herramientas para alcanzar colectivamente unos fines sociales y políticos, sino pautas suficientes y necesarias en sí mismas.
Pero no sólo la naturaleza aborrece el vacío: las democracias en las que no haya opciones políticas significativas y en las que la política económica es lo único que importa (determinada ésta, además, por actores no electos como los bancos centrales, las agencias internacionales o las corporaciones transnacionales) se multiplica el riesgo de que devengan en democracias que no funcionan o en las que la presencia de la política de la frustración es apabullante. Si la cuestión política (y social) no se aborda, no desaparece, sino que vuelve en busca de respuestas más radicales y extremistas.
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