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Columna
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Días de nadie

Hablo de esa bandada de carroñeros que espían los recovecos más íntimos del dolor ajeno

Rezaba un viejo axioma profesional que el periodista no debía ser nunca el protagonista de la noticia, que lo que se contaba había de quedar siempre por encima del que lo contaba. Viejas mañas del oficio que se fueron perdiendo entre el estruendo mediático de las televisiones vocingleras con su cascada de estrellas impostadas y personalismos narcisistas. Pero hay momentos en los que la noticia, mala, muy mala noticia en este caso, golpea al informador, le cae encima y le abruma, y le pone en el brete de contar y contarse.

Hace unos días, perdí en la última catástrofe aérea de Barajas a una persona muy querida y cercana y pasé a engrosar las desoladas filas de los familiares afectados que deambulaban, deambulábamos, como zombis recién exhumados, por los largos y amplios corredores de un hotel impersonal e inhóspito, macrohotel predestinado a grandes convenciones y congresos, situado en tierra de nadie al borde de una autopista, lejos de la ciudad, pero no lo suficientemente lejos como para que no llegara hasta allí la voraz "jauría de los medios", contenidos en su acoso, insaciable sobre todo en los primeros momentos, por un cordón de policías que les señalaron sus límites y obligaron a fotógrafos y cámaras a desenfundar sus teleobjetivos.

Cuando hablo de la jauría no estoy denostando a mis compañeros de oficio, ni marcando distancias con el grupo al que pertenezco desde hace mucho tiempo; hablo, sólo, de esa parte innoble y recrecida de la profesión, bandada de carroñeros que espían los recovecos más íntimos del dolor ajeno y lanzan a los cuatro vientos expresiones y declaraciones efectuadas en instantes de sufrimiento y ofuscación, gestos patéticos, gritos y susurros proferidos para perderse en el aire o deslizarse sólo en los oídos de los suyos.

Hubo en el hotel de nuestros desvelos honrados periodistas, forzados a una labor que no les proporcionaría, no las buscaban, grandes exclusivas o titulares de portada, informadores (como los de este diario) que tras disculparse por su onerosa intromisión se identificaban, y si se encontraban con el silencio, el rechazo o la desconfianza de los requeridos se despedían con discreción y respeto. Fueron más, para esperanza de este oficio, los informadores profesionales y respetuosos que los espías que, disfrazados de amigos o familiares de las víctimas, rebuscaban entre los grupos de afectados a la caza de una frase "noticiable", de un exabrupto o de un rumor que luego propagaban con desfachatez en sus medios, causando desazón y sembrando inquietudes.

En el hall del gran hotel, en un entorno disparatado, bajo una araña colosal y entre antiguos tapices, recibía a los desplazados una legítima obra de arte titulada Crash, un rutilante coche americano artísticamente estrellado y tuneado por Javier Mariscal para otras y más felices circunstancias. Detrás se abría un amplio corredor que comunicaba con miles de habitaciones y un rosario de salones bautizados con nombres anglosajones; en dos de ellos se reunían los grupos de familiares que retroalimentaban su aflicción contactando con sus iguales e intercambiando tragedias.

No es un buen método éste de concentrar a los afectados en un mismo lugar, pero desgraciadamente es necesario hacerlo para ofrecer información y apoyo médico o psicológico a las familias. Así opinaba Pilar Gallego, directora general de Protección Civil, presente todos los días y a todas horas en las trágicas jornadas del hotel; junto a ella formaban legión psicólogos, médicos y personal de enfermería, muchos de ellos voluntarios, y bregaban los sufridísimos trabajadores de Spanair, condenados a la más ingrata de las labores y de las comparecencias.

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En la cafetería del hotel, un compañero de infortunio, que no de oficio, me identifica como periodista y se inquieta ante la posibilidad de que me haya colado por los resquicios del cordón protector para sacar provecho. El malentendido se deshace rápidamente. El grupo más numeroso es el de los ciudadanos canarios, que esta vez responden a la perfección al benévolo tópico que les hace tranquilos, amables y templados de nervios.

En un momento de tensión, una dama abofetea a un canalla que se ha autoerigido como portavoz de las familias afectadas, sin haber perdido a familiar alguno en el accidente, y ha comparecido como tal en un programa frívolo de la televisión. Los afectados sólo piden que le expulsen del hotel y le envíen de vuelta. La propuesta es aceptada y el intruso expulsado y abucheado por todo el pasaje cuando toma el avión.

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