Peregrinación a la colina de Wagner
El Festival de Bayreuth reúne a los amantes del músico en un encuentro casi místico
El Festival de Bayreuth se ajusta como un guante a las exigencias básicas que, según Steiner, debería cumplir un festival de música y teatro. Según el influyente filósofo, los festivales deben situarse en el terreno de la excepcionalidad, y a ellos se debe ir a ver o escuchar preferentemente aquello que no es posible ver o escuchar en los lugares donde se vive habitualmente.
El teatro quería hacer realidad la "obra de arte total" deseada por el músico
Wolfgang, nieto del compositor, lleva 58 años de reinado. Este año se despide
Nadie sale de estampida al final aunque lleve siete horas de santificación wagneriana dentro
La excepcionalidad de Bayreuth (Alemania) está desde luego garantizada. Tiene un teatro único en el mundo pensado o soñado por Richard Wagner para representar sus obras, en particular Parsifal, que se estrenó allí en 1882, y El anillo del nibelungo con cuyo ciclo completo, en un prólogo y tres jornadas, se inauguró en 1876 el singular edificio de acústica en cierto modo vertical, sin foso orquestal a la vista del espectador y con patio de butacas en forma de anfiteatro.
Wagner escogió el lugar y se instaló con su familia en la Villa Wahnfried de la tranquila ciudad del norte de Baviera en abril de 1874. En el jardín de la parte posterior de la casa reposan sus restos en una tumba de extrema sencillez visitada por prácticamente todos los espectadores que se acercan a los festivales. También en Bayreuth, en el cementerio a la salida de la ciudad, se encuentran los restos mortales de Liszt. Y no excesivamente lejos de la casa-museo de Wagner se levanta uno de los teatros barrocos más bellos de Europa. Su imagen se difundió por todo el mundo hace unos años gracias a una película sobre Farinelli allí rodada. Pero a lo que íbamos, el 22 de mayo de 1872, día del 59 cumpleaños de Wagner, en la colina de Bayreuth, se puso la primera piedra del teatro destinado a hacer realidad la aspiración a la "obra de arte total", esa unión de música, teatro, escenografía, canto y pensamiento que Wagner perseguía con sus creaciones. Es imposible desligarse de la historia en una visita a Bayreuth. De la Historia de la Música y de la historia de la familia Wagner.
Entre otras razones, porque la familia Wagner ha regido siempre -y aún continúa haciéndolo- los destinos del festival. El propio compositor se encargó de las ediciones de 1876 y 1882. Su mujer Cósima tomó las riendas en 13 temporadas entre 1886 y 1906, periodo en el que se estrenaron Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Núremberg y las tres óperas románticas: Tannhäuser, Lohengrin y El holandés errante. Su hijo Siegfried se hizo cargo del festival en 10 ocasiones entre 1908 y 1930 y Winifred Wagner, que en cierto modo politizó el festival por su amistad con Hitler, dirigió durante 1931, 1933, 1934 y el periodo 1936-44. Después llegarían, a partir de 1951, con el nuevo Bayreuth los años de normalización democrática, o de desnazificación si se quiere. Fue el momento de los nietos Wieland y Wolfgang al frente de la nave. Juntos hasta que falleció el primero en 1966 y, en solitario, Wolfgang desde 1967.
El pequeño de los nietos, Wolfgang, que cumplirá 89 años a finales de agosto, lleva, pues, 58 años reinando en la verde colina. Esta edición es la de su despedida. Pero la familia, si no pasan cosas imprevisibles, va a continuar al frente, con sus dos hijas de matrimonios diferentes. Katharina, de 30 años, directora de escena, es la que parece cortar el bacalao. Eva, de algo más de 60 años, aporta su experiencia musical, ligada a festivales como el de Aix-en-Provence. Katharina piropea en público ahora, con diminutivos cariñosos, a su hermanastra. Eva no se ha dejado ver por Bayreuth todavía este año.
La Fundación Richard Wagner, cuya existencia se remonta a 1973, parece que ve con buenos ojos esta solución. Es la que aporta los fondos económicos necesarios para la supervivencia. De lo que se trata es de salvaguardar la herencia artística de Wagner. Faltaría más.
La edición de Bayreuth 2008 tiene, pues, un significado especial. Es la del recambio. Circula una foto con un beso de Katharina a su padre que en los círculos wagnerianos ya se ha bautizado como el beso de Kundry, en referencia al personaje de Parsifal. Bromas aparte, este año se han programado en Bayreuth todos los dramas musicales mayores de Wagner, sin ninguna concesión a las óperas románticas. Son además las últimas producciones auspiciadas por Wolfgang Wagner a partir de 2005, por lo que su programación constituye una muestra impagable de la tendencia actual del festival.
Desde Tristán e Isolda, original de 2005, en la lectura doméstica del mito por Christoph Marthaler, hasta la nueva producción de este año de Parsifal, con ribetes de la historia de Alemania en paralelo dialéctico con la propia ópera, a cargo del joven noruego Stefan Herheim, se nota que algo fundamental está cambiando en Bayreuth. La propia biznieta Katharina se permitió poner en solfa en una escena de su juvenil, impetuosa y descarada dirección teatral de Los maestros cantores no solamente a Wagner -de cabezudo, bailando en calzoncillos- sino a figuras eminentes de la cultura alemana como Schiller, Goethe, Bach, Lessing, Kleist, Schinkel, Durero, Beethoven o Hölderlin. El "cambio" se nota también en las proyecciones o conciertos públicos al aire libre, bien con óperas como los controvertidos Maestros ya citados, bien con programas que combinan las oberturas superventas de Wagner con fragmentos de West side story, de Bernstein.
El incondicional, respetuoso y culto público de Bayreuth está aceptando bien en general las novedades. En el caso de Herheim y Marthaler, porque capta que se trata de aportaciones fundamentadas, aunque no siempre las comparta. En el caso de El anillo del nibelungo, porque dirige el nuevo dios musical wagneriano, Christian Thielemann. Sabe que la dirección escénica de un patriarca teatral como Tankred Dorst es de circunstancias por su inexperiencia operística. La intención original era Lars von Trier, pero el cineasta, en un gesto que le honra, confesó después de casi dos años de preparación, que no se sentía capaz de sacar adelante la aventura que le habían propuesto.
¿Qué ambiente respira en Bayreuth el espectador? ¿Es un festival de precios prohibitivos? ¿Existe una atmósfera decadente y lujosa, con la correspondiente dosis de glamour en vena? Hay mucha leyenda y muchos equívocos en estos temas. De entrada, al Festival de Bayreuth no acceden los que no aman la música de Wagner. Es una cita de militantes, de peregrinos. Una manifestación casi religiosa, con la música de Wagner como objeto de adoración.
Las representaciones son a las 16.00, los bancos son corridos, sin reposabrazos, el calor es asfixiante y si a alguien le da un mareo tiene que esperar a que termine el acto para salir pues las puertas están escrupulosamente cerradas con la sensación de claustrofobia que eso produce en algunos. En el otro platillo de la balanza la acústica es excepcional, el nivel artístico de coro y orquesta, admirable; y el público vive las representaciones con un silencio y una concentración ejemplares. No sale de estampida al terminar aunque lleve seis o siete horas de santificación wagneriana dentro. Aplaude, grita y patea el suelo de madera con fervor (el pateo es la máxima manifestación de aprobación) o, por el contrario, aúlla y abuchea con todas sus fuerzas si algo no le agrada. Todo está permitido menos la indiferencia. Las farmacias de la ciudad tienen nombres evocadores: Tannhäuser o Parsifal, por si alguien necesita un calmante para las emociones vividas.
Una inauguración como la de Bayreuth convoca a centenares de medios de comunicación y de curiosos que suben a la colina a ver quién viene. En este sentido únicamente la apertura de la temporada de la Scala de Milán se le puede comparar. Quizás ni siquiera Salzburgo, aunque la ciudad de Mozart tiene más glamour. En el atuendo se notan diferencias los últimos años. Antes era más tradicional y ahora es más de diseño. De trajes tradicionales ya no vienen ni las japonesas que, por cierto, en lo que va de año están siendo las más elegantes. En el lado masculino se ha relajado también la indumentaria y los trajes están ganado terreno a pasos agigantados al esmoquin. Las entradas no son caras (de 13 a 159 euros), el problema es cómo conseguirlas, con listas de espera de hasta siete años si uno no busca recetas ocultas, que las hay aunque el que las conoce no suelta prenda. La reventa prácticamente no existe, el que tiene una entrada no la suelta por nada. La ortodoxia wagneriana se sigue reuniendo en el restaurante Eule para comentar las jugadas más interesantes de las representaciones. Pero a Bayreuth no se va a comer, sino a purificarse con la música de Wagner. Sus óperas aquí son como unos ejercicios espirituales de la modernidad. El Festival de Bayreuth pasa página con la retirada del nietísimo Wolfgang Wagner, pero la fascinación de la música de Richard Wagner se mantiene con la misma intensidad de siempre.
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