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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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El reparto del poder

Josep Ramoneda

Salieron las balanzas fiscales. Y no se hundió el mundo. Las balanzas dicen que hay comunidades más ricas -Baleares, Cataluña, Valencia y Madrid, principalmente- que pagan más que lo que reciben, y que hay comunidades más pobres que reciben más de lo que pagan. ¿Para llegar a esta conclusión eran necesarios tantos años de enconadas discusiones?

Desde las autonomías fiscalmente más deficitarias se celebra el reconocimiento de su aportación solidaria, que deja fuera de juego algunas campañas feroces de la derecha en la anterior legislatura. Y el debate se centra sobre cuál sería el punto de equilibrio para que el déficit pudiera considerarse justo. Algunos hablan de expolio. Y en Cataluña, los amigos de las entelequias subrayan que el mapa del déficit fiscal coincide con el mapa de los Países Catalanes. En las autonomías más favorecidas por los trasvases de dinero se niega toda virtualidad a las balanzas, con el argumento de que los impuestos los pagan las personas y no los territorios. Curiosamente, es un argumento simétrico al que utiliza el Manifiesto por una lengua común cuando afirma que los derechos lingüísticos son de las personas, no de los territorios.

La Constitución puso en marcha un proceso de descentralización de largo alcance. En la medida en que el proceso ha funcionado, las comunidades autónomas han ido adquiriendo personalidad política. En cierta ocasión le oí decir al presidente Zapatero que España era un país muy descentralizado en el gasto y muy poco en la capacidad de decisión política. Éste es uno de los focos de conflicto permanente en el Estado autonómico. Porque las autonomías cada día tienen más contenido político sin una capacidad de decisión equivalente.

Los gobiernos autónomos son espacios apetecibles de poder, y no sólo por razones simbólicas: cada vez administran mayores presupuestos. Para ganar en una comunidad autónoma, los partidos tienen que demostrar que colocan los intereses de su comunidad en primer plano y que ellos la defenderán mejor que nadie en Madrid. Y puesto que los humanos tienen querencias comunitaristas imposibles de erradicar, ha emergido el habitual acompañamiento de patriotismos e identidades, en diversos estadios de desarrollo y solera.

Treinta años después de la Constitución, la política española está territorializada guste o no. Y por tanto, hay cuestiones que no se pueden eludir: un déficit fiscal de un 8% o un 9% es mucho; con pocos precedentes en Estados federales. ¿Cuál es el punto justo en los trasvases de recursos entre comunidades? ¿Es eficiente el actual sistema de transferencia? ¿Realmente los trasvases han sido capitalizados por los que más reciben? ¿Cómo conseguir que los que tienen balanza positiva crezcan efectivamente sin que los que tienen déficit fiscal pierdan posición? Si los impuestos los pagan las personas y no los territorios, ¿es razonable que las personas no reciban del Estado los mismos recursos para los mismos servicios?

Las balanzas fiscales preludian el debate de la financiación autonómica, que cae en una coyuntura especialmente difícil. Otro frente complicado para el Gobierno, que no puede confiar en la táctica de la dilación porque su capital de confianza está bastante gastado, incluso a los ojos de sus hermanos periféricos. El conseller Castells sacó en una conferencia en el Círculo de Economía el arma disuasoria de la que los socialistas catalanes disponen: sus 26 diputados en el Parlamento español. Y afirmó que si algún día están abocados a escoger entre los intereses de Cataluña y los del PSOE, escogerán los de Cataluña. El Gobierno ha de ser consciente de que esta vez no es un farol. El PSC tiene la presidencia de la Generalitat. Y desde este cargo es muy difícil aceptar una financiación que no se pueda considerar satisfactoria.

El poder territorial es fuerte para bien -ha contribuido al progreso del país- y para mal -demasiado a menudo suena a versión posmoderna del viejo caciquismo español-. Las hechuras del Estado han quedado estrechas ante esta nueva realidad. Hay cuatro opciones: blindar el poder central y hacer caso omiso al nuevo reparto político (que es la regresión que patrocina el PP); hacer evolucionar la estructura del Estado hacia una forma federal que aumente la capacidad de decisión política de las autonomías (como quiere parte de la izquierda); entrar en la vía de los derechos a decidir (eufemismo de los nacionalismos periféricos que tienen miedo de asustar a su electorado si hablan de autodeterminación), o seguir con la conllevancia, trampeando conflictos mientras el cuerpo aguante. Escojan.

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