Las ventajas de una guía de viaje caducada
Los horarios no coinciden, el club 'techno' ahora es un salón parroquial y las calles se empeñan en esconderse. Lo inesperado funciona
En un memorable pasaje de la novela Redburn (1849), de Herman Melville, el joven grumete protagonista, "hijo de un caballero" muy venido a menos que ha tenido que enrolarse en un buque mercante para ganarse el sustento, desembarca en el puerto de Liverpool y se dispone ufanamente a recorrer la ciudad con la ayuda de una guía que le legó su difunto padre. Redburn ha dedicado el escaso tiempo libre de la dura travesía a estudiar con devoción ese legado de conocimientos: para él es una prueba de que tuvo un padre y de que éste era un caballero... dos condiciones que sin duda le distinguen del resto de la tripulación. Sin embargo, la guía tiene ya sus años y el muchacho descubre amargamente que "lo que había guiado al padre no podía guiar al hijo": allí donde tenía que haber un fortín hay ahora una taberna, los monumentos antiguos parecen haber sido reemplazados por tiendas y almacenes, y ni la vieja abadía de Birkenhead ni la histórica mansión de los condes de Derby aparecen por ningún lado.
Kit para el crecimiento
Desde que los viajes entraron en el ámbito de la ilustración y en el moderno kit para el crecimiento personal, Redburn es el primer caso documentado que conozco de viajero entusiasta al que traiciona la caducidad de una guía. El último, supongo, será cualquiera de los lectores de estas líneas, que habrá maldecido más de una vez la obstinación de las ciudades en no adaptarse a las leyendas. Hoy, guía en mano, siguen siendo sorpresas características de las ciudades las iglesias y museos en obras, las calles inventadas -u ocultadas- por el mapa, los horarios veleidosos, los emporios comerciales clausurados, o el último club techno inesperadamente transformado en Salón Parroquial del Solitario.
Los oscuros dinamismos de la historia logran colarse hasta en los resquicios del ocio. Yo mismo recorrí Londres en 1978 con la espléndida Guía secreta de Vicente Molina Foix, publicada en 1975, y recuerdo haber retrocedido, aterrado, ante las escaleras -oscuras, silenciosas, despobladas- de un club "muy animado" las noches de los jueves. Era jueves, lo juro. Pero habían pasado tres años.
Claro que yo por entonces estaba muy verde, Londres era mi primer viaje al extranjero, y, como Redburn, tenía mucha fe en la letra escrita. La infidelidad de las ciudades a las guías, y al meritorio trabajo de ilustración de sus autores, parece atentar contra la propia ilustración del viajero, que de este modo jamás podrá ser completa ni desde luego satisfacer su diletantismo caballeresco o su deseo de destacar entre los miembros de la tropa. Si uno tiene vida interior, el fracaso puede servirle de algo; pero lo más común es que, ante las puertas cerradas de un restaurante recomendado, acabe entrando en el de al lado y deguste unos manjares que tal vez sea mejor no interiorizar. Aun así, para quienes no conciben la vida interior como un propósito demasiado arduo, o tan pretencioso como un unplugged de Ricky Martin, siempre queda la opción del vagabundeo resignado, incluso malhumorado, de la desorientación forzosamente contemplativa. Redburn descubría así un Liverpool lleno de contingencias no escritas: cenaba en una diminuta barcaza de sal, oía cantar brutalidades a los marineros en la pensión, veía en el sótano de una iglesia el cadáver de un ahogado con el nombre y la fecha de nacimiento tatuados en el brazo ("el hombre", dice, "parecía su propia lápida"). Y encontraba, casi inevitablemente entre tanto ajetreo, un guía personal.
Los conocidos accidentales que deparan los viajes suelen contarse entre sus más ventilados alicientes. El de Redburn se llama Harry Bolton: también es, como él, "hijo de un caballero", y una vez heredó 5.000 libras que dilapidó "en compañía de dandis y jugadores". Este "apuesto, educado pero desdichado joven" es todo un hallazgo, pero, una vez en sus manos, uno se arriesga a conocerlo todo menos lo que ha venido a conocer. Por ejemplo, cambiar Liverpool por una súbita escapada a Londres, donde el guía, tan imperfecto como si fuera de papel, dejará al muchacho solo en un misterioso club apodado "Palacio de Aladino", bebiendo "vino extranjero" entre sillas "laocoontianas", y observado por el busto de un anciano con un dedo delgado sobre los labios. "Su boca de mármol parecía trémula de secretos", recuerda Redburn, y secretos son precisamente -de la mejor índole: los que nunca se revelan- lo único que se llevará de esa noche de abandono y aturdimiento. Harry nunca le explicará ni por qué fueron ni por qué volvieron. Sólo que todo ha salido mal.
Salidas nocturnas
En 1998 pasé en Nueva York unos días en casa de un amigo nativo. Como el pobre trabajaba mucho -llevaba una pesada maleta de acá para allá-, me avisó de que no podría acompañarme en las salidas nocturnas. Me señaló su local favorito del barrio y me mostró el camino. Por aquel entonces yo ya estaba maduro y, por circunstancias que sería largo explicar, me embargaba el buen humor y llevaba el pelo de dos colores (blanco y negro, como una vaca), así que por unas cuantas noches fui la atracción del Wonder Bar. Allí todos se empeñaban en que fuera francés, y trabé algunas amistades casuales. Tres de ellas quisieron guiarme una madrugada, tras una dosis de agradables tóxicos, a un recóndito after, que resultó ser una especie de cobertizo en un descampado con matorrales, rodeado por una valla de alambre, al que había que llamar antes por teléfono para cumplir con el protocolo de admisión.
Cortesía con los extraños
Fue, no obstante, fácil entrar comparado con lo difícil que fue salir. Aquel ambiente destartalado, con muebles de contenedor, donde los tóxicos se consumían sin secreto y un hombre negro enorme vestido de country presidía una mesa de billar, se mostró singularmente, si no violentamente, retentivo. Cuando creí que ya tenía suficientes pruebas de que las películas de David Lynch no eran surreales como me habían dicho, sino puramente descriptivas, quise irme y me encontré con una forma algo enérgica de cortesía con los extraños: manos que me agarraban con fuerza del brazo e imperiosas súplicas a varias voces que sonaban bastante conminatorias. Aproveché un momento de despiste en que alguien entraba por la sellada puerta para escabullirme y volví a casa de mi amigo andando, con una vaga sensación de alivio.
Al día siguiente, mi amigo dedujo que había visitado los confines de la avenida D (con D de Death, según dice la leyenda urbana) y, con su curioso español, me dijo: "Chico, has estado en un bar de asesinos". La inutilidad de la vieja guía paterna en Liverpool convirtió a Redburn, según sus palabras, "en un chico más triste y más sabio"; la compañía de un guía nativo en Londres le dejó, en cambio, abrumado por "haber estado allí y haber vuelto menos sabio". ¿Cómo hay que volver, pues? De las dos opciones prefiero la segunda, pero eso no aclara si los efectos de un viaje secundan o contradicen su causa.
» Luis Magrinyà es autor de la novela Intrusos y huéspedes (editorial Anagrama).
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