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Columna
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PP, política y dinero

Josep Ramoneda

Al perder las elecciones de 2004, Eduardo Zaplana explicó a todo aquel que quería oírle que la legislatura que entonces empezaba era la última oportunidad de la guardia pretoriana a la que Aznar había confiado la herencia. Zaplana era de los que pensaban que Aznar les había dejado una pesada carga: la guerra de Irak y los modos autoritarios con que se gestionó la legislatura de la mayoría absoluta hacían muy difícil la rectificación, el viraje hacia la moderación. No quedaba otro remedio que jugársela a una sola carta: la de la estrategia de la tensión. Zaplana bregó como el que más en una legislatura planteada a cara de perro que sólo tenía dos salidas: ganar o irse a casa. Perdió y se ha ido. Pocos días después de las elecciones bajó un primer escalón, anunciando que sólo sería diputado de a pie. Ahora, ha dado el paso definitivo después de haberse trabajado un puente de plata de un millón de euros. Con este premio es más fácil cumplir la palabra dada. Pero no por ello deja de ser cierto que ahora mismo, del núcleo duro del aznarismo ya sólo quedan dos nombres en primera línea del PP: Rajoy y Acebes.

Zaplana se va después de haberse trabajado un puente de plata de un millón de euros

La retirada de Zaplana plantea la cuestión de las pasarelas entre política y dinero. Ciertamente, en las sociedades democráticas, en las que los mecanismos de control funcionan de modo razonable, la política no es una actividad que permita enriquecerse. Pero la política se está convirtiendo cada vez más en una plataforma para ganar dinero al abandonarla, en una promiscuidad que en la cultura política americana está absolutamente asumida, pero que en la europea genera dudas y sospechas. Dos ejemplos, entre los más sonados: Gerhard Schröder, al poco tiempo de abandonar el cargo de canciller alemán, apareció como alto ejecutivo de la turbia empresa rusa Gazprom. José María Aznar ha capitalizado sus servicios a la revolución conservadora, guerra de Irak incluida, con interesantes beneficios como empleado de Murdoch.

Este tránsito del cargo político al cargo empresarial transcurre a menudo a través de empresas crecidas a la sombra del poder político. Es el caso del ya citado Gazprom, por ejemplo, una de las fuerzas de choque del neoimperialismo ruso, y es el caso, entre nosotros, de Telefónica, de reciente emancipación del Estado. Puesto que en el sistema de valores vigente ocupa un lugar privilegiado el dinero como medida de todas las cosas, muchos pensarán que estamos ante una demostración más de que los vicios privados pueden devenir virtudes públicas. Los salarios de la política son un freno para la gente con talento, que debilita sensiblemente la calidad de la clase gobernante. La expectativa de poder usar después la agenda y las relaciones para ganar dinero sería un incentivo para atraer a los mejores a la cosa pública. Sin negar este argumento, tan propio de los tiempos que corren, me parece que sigue siendo imprescindible señalar que esta promiscuidad entre dinero y política genera zonas de sombra que, en democracia, reclaman transparencia. ¿Cómo se preparó ayer el salto de hoy?

A su vez, la retirada de Zaplana es la enésima señal sobre la crisis política de la derecha. El PP aplazó hace cuatro años su renovación con la esperanza de ganar una apuesta de alto riesgo. La perdió, y mientras unos se van, Mariano Rajoy, el jefe, sigue. Rajoy actúa como si tuviera un ataque de amnesia y hubiese olvidado que fue designado, por obra y gracia del ex presidente. Todo su empeño está ahora en soltar lastre: los que le acompañaron desde el principio y los que le acompañaron a petición propia al final (Manuel Pizarro y Juan Costa, por ejemplo, otros dos casos de promiscuidad entre política y dinero) en una curiosa operación de blanqueo de su responsabilidad en la derrota.

¿Por qué Rajoy se empeña en resistir? Si lo hace por obnubilación, como un gesto de supervivencia personal, puede entenderse por los problemas con el reconocimiento y la autoestima que todo humano tiene, pero es una vía casi segura al desastre. Si es por presión de los barones periféricos del partido, cabe imaginar que Rajoy es plenamente consciente de que su papel es transitorio, para dar tiempo a que los potenciales candidatos acumulen fuerzas para la batalla de verdad, allá por 2010. Y si es porque sinceramente cree que es el único que puede salvar la unidad del partido, se equivoca buscando reafirmar su legitimidad en un congreso a la búlgara. Nada de lo ocurrido desde el 9-M ha fortalecido la autoridad de Rajoy. Si sale elegido presidente por aclamación, todo el mundo sabrá que la crisis se habrá cerrado en falso. Con lo cual empezará para él un verdadero vía crucis de elecciones (vascas, gallegas, catalanas, europeas) a las que difícilmente sobrevivirá dada su precariedad. Y el PP acabará perdiendo cuatro años más. Son las irremediables pulsiones autodestructivas de los partidos, que aparecen siempre cuando el poder se resiste.

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