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Columna
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En contra de los corsarios

La propensión de los grupos de presión a reglamentar la vida de los demás resulta inagotable, pero eso no es lo peor. Lo peor es que hemos llegado a tal estado de castración política que obran habitualmente sin resistencia civil. Se atribuyen el ejercicio de ciertas actividades y exigen que les sean prohibidas a los demás: eso, en castellano, se denomina corso y quienes lo practican son unos corsarios.

Los medios de comunicación se han hecho eco estos días de una vasta coalición en contra de los grandes centros comerciales. "Sindicatos, comerciantes, ecologistas y consumidores", recitaba la prensa. Pero la composición del frente de corsarios resulta discutible. ¿Quién representa a los consumidores? ¿Quién goza de legitimidad para hablar en su nombre? Yo soy consumidor; nadie me ha preguntado nada y tengo la sospecha de que las miles, decenas de miles y centenares de miles de personas que acuden con regularidad a los centros comerciales tampoco han sido consultadas. Pero ese es otro problema que la escuálida democracia contemporánea no hace sino agravar: pequeños grupos de presión se arrogan la representación de enormes colectivos, con el fin de condicionar la actuación de unos legisladores sensibles a cualquier reclamación gremial.

Los grupos de presión disfrazan de interés general la defensa de sus intereses económicos

La alianza sindical y mercantil en contra de las grandes superficies no se para en barras. Critican el proyecto de Ley de Comercio del Gobierno vasco bajo toda clase de argumentos: desertiza las ciudades, genera competencia desleal, provoca contaminación y promociona un modelo de desarrollo insostenible. La solución radica en proponer toda clase de limitaciones, prohibiciones y reglamentos con el fin de impedir el libre ejercicio de elección de la ciudadanía. El colmo llega cuando entre sus propuestas asoma la siguiente: establecer listas de "productos cotidianos", que deberán comprarse obligatoriamente en las ciudades, y "productos de lujo", que sí podrán comprarse en el extrarradio. ¿Qué soberbia alimenta esa ferocidad reglamentista? ¿Cómo tienen el cuajo de decirnos qué, dónde, cómo y cuándo hay que comprar?

Los grupos de presión, las corporaciones profesionales, los sindicatos mercantiles y laborales disfrazan de interés general la defensa de sus intereses económicos o la difusión de sus prejuicios ideológicos. Todo el mundo tiene derecho a defender su interés privado, siempre que no perjudique el interés de los demás, del mismo modo que todo el mundo tiene derecho a difundir sus prejuicios, sobre todo cuando sabe que en las urnas jamás tendría una oportunidad. Insisten una y otra vez en que los consumidores saldrán beneficiados con tantas prohibiciones. Pero ¿por qué no dejan a sus protegidos elegir lo que más les convenga? ¿No tienen derecho a decidir qué modelo de consumo consideran mejor?

A la tradicional obsesión de los políticos por resolvernos la vida, se une el interés corporativo de los sindicatos, el fanatismo ideológico de los ecologistas y la avaricia de los comerciantes. Claro que en este país es suficiente manifestar un grosero descontento sectorial para que los políticos corran a legislar a favor del demandante. Y la opinión que nadie tiene en cuenta es la de esa mayoría silenciosa que trabaja y paga impuestos, una mayoría que se ha ganado el derecho, a través de su esfuerzo diario, de su ciudadanía democrática y de su dignidad moral, a comprar lo que quiera en donde quiera y cuando quiera, sin que ningún gremio, corporación, cofradía, hermandad, germanía o sindicato tenga derecho a reclamar patentes de corso ni a impedir la libre elección de los demás.

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