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Columna
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Tremendo

Para llegar a uno de los monumentos más señeros de Sevilla había que arriesgarse a franquear una calle a través de un amago de acera, que ponía a prueba las capacidades de equilibrismo del visitante mientras autobuses furiosos venían en contra. Se dejaba a un lado un edificio de color de nublado, donde hoy se cobija la hemeroteca municipal; se dejaba enfrente un edificio mudéjar, de hecho de una de las iglesias más antiguas de la ciudad, donde un portón acumula ojivas igual que ondas en un charco sobre una pared de caliche. El monumento estaba allí, desapercibido, en la superficie que se abre tímidamente entre Santa Catalina y una librería especializada en música y cine: uno de los corazones secretos de la circulación sevillana, uno de sus chakras, esa media docena de puntos ocultos por los que la dotación de energía de un organismo circula y se distribuye. En la placita, cerveza en mano, tal vez condescendiendo a una bolsa de papas fritas que se despachaba en el local de enfrente, convivían el cofrade en una pausa de sus rezos, el ciclista con necesidad de sales minerales, los funcionarios del reloj adelantado, los padres y las madres a los que pesa demasiado el carrito, el que pasaba por allí, que es el santo patrón y como el avatar que mejor define el carácter sureño. De bote en bote y de trago en trago, en esa placita se cerraban negocios, se comentaban planes de futuro y se describía la vida propia a quien quisiera oírla, ese conjunto de hechos enigmáticos que al narrarse reciben, quizá, una apariencia de sentido. Y al caer la tarde o la madrugada la plaza iba vaciándose, quedándose lánguida y ensimismada, a medias campo de batalla en ruinas y playa tras el maremoto, mientras sobre la acera sobrevivían algunos vasos sucios de espuma y ese olor a epílogo y a cerveza agria que resta en los salones al final del convite. Un convite que ahora parece haber concluido de una vez por todas.

Creo que no seré el primero en haber recibido el cierre del Tremendo, uno de los bares nucleares de Sevilla, con una combinación de estupor y de alarma. Se veía venir: desde que el ayuntamiento emprendió su cruzada contra quienes no se emborrachan cívicamente debajo de un techo, esta modesta capilla que vomitaba a su clientela por los callejones aledaños parecía destinada al más siniestro y tajante de los porvenires. Forzosamente, los cambios que poco a poco iban transformando nuestra añosa capital sucia y con gusto por el desorden en la ciudad de las personas, según el eslogan oficial, tenía que chocar con la propensión de sus vecinos por divertirse al aire libre, sin paredes ni cristaleras que limitaran su extraversión. La medida parece de un rigor legal intachable; ya sabíamos que los negocios de hostelería no cuentan con autorización para sacar vasos más allá del umbral si no median los veladores reglamentarios, ya estábamos enterados de que esa riada de alcohol, tabaco y risas a cielo abierto mortifica a los inquilinos de las ventanas de al lado y castiga el mobiliario urbano reduciéndolo a depósito de escombros. En el pasado cayeron los locales de la movida nocturna del centro, pero todos pensábamos que Roma permanecería incólume y que el Tremendo resistiría a las vanas vicisitudes de la ley y sus ministros. Nos equivocamos. Sevilla se convierte paso a paso en una ciudad moderna, responsable, que se mira en las urbes orgullosas del otro lado de los Pirineos, y en su camino, claro está, debe dejar de lado estos posos humillantes de la despreocupación y la barbarie: hemos de ser conscientes de que el precio del tranvía y la supremacía del peatón es la diversión forzosa en recintos cerrados, donde la alegría no perjudica a nadie. Torres más altas han caído: ahora miramos de reojo al Vizcaíno, a las bodeguitas del Salvador, a los Perdigones y la Giralda.

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