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Columna
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Tatuajes

Parece que se han puesto de moda estable, en cuanto esa tendencia pueda serlo. Los anillos en las orejas y otros lugares de la anatomía, los piercings íntimos y la manía de perforarse la piel están, dicen, en regresión, restablecida la comodidad para comer espaguetis o sorber helados sin un aro metálico traspasando la lengua. Ahora privan y se desarrollan con fuerza los tatuajes, algo inventado en los pueblos primitivos, siempre con alguna justificación, más o menos rebuscada, que se ha perdido para los nuevos usuarios y usuarias. La palabra viene del polinesio, que si no es idioma hay que tomarlo como el pichinglish de aquellos lejanos archipiélagos donde la sílaba "ta" significa, precisamente, tatuaje, al menos tal dicen las enciclopedias. Debió significar costumbre muy extendida, incluso en tiempos en que las comunicaciones eran infrecuentes, pero el ser humano siempre tuvo un lazo de unión con sus semejantes para aprender cosas nuevas: la guerra, la lucha con el vecino. Y si no, la caza, la supervivencia.

Los 'piercings' están en regresión por la comodidad para sorber un helado o comer espaguetis

El tatuaje consistía en taracear la epidermis, con lascas de piedra, de obsidiana o madera, inoculando sobre la herida productos vegetales o minerales, manteniéndola abierta hasta ser absorbido el dibujo. En principio, como la mayor parte de las acciones humanas, las motivaciones eran pertinentes: identificación tribal, prerrogativas del jefe o del cazador afortunado, declaración de disponibilidad de la mujer, infamia infligida al derrotado, contabilidad de los jabalíes abatidos.

Manos, brazos, piernas y luego la cara y el resto del cuerpo, el tatuaje florecía en la mayor parte del mundo, en aquellos siglos desconocida por nuestros antepasados. Malayos, polinesios, chinos, pieles rojas, bosquimanos, en el África profunda y en las islas perdidas de los mares del Sur, mujeres y hombres -que generalmente andaban desnudos- expresaban de aquella forma permanente su DNI que apenas necesitaba renovación. En Samoa, las Marquesas y Tahití se agujereaban todo el cuerpo, siempre respondiendo a una necesidad o una oferta. La inmensa China conoció y practicó el tatuaje como un arte difícil de imitar. Sin descartar la presunción y el mudable sentido de la elegancia.

Habría que imaginar a las doncellas y matronas, a los adolescentes y a los guerreros, observando las novedades delante de imaginarias pasarelas donde los tatuadores exponían el resultado de su arte. En determinados lugares se dibujaba sobre los labios, los párpados y las encías. Damas y caballeros, en otro territorio, se rapaban la cabeza al doble cero para decorarla con imaginativas creaciones pictóricas. Mientras, los hombres blancos de la Europa culta y cristiana se limitaron a herrar o marcar con fuego a los delincuentes de ambos sexos.

Y llegaron los marineros de la Bounty y de otras goletas inglesas, holandesas, francesas y españolas que, a falta de otros contrabandos manejables, asimilaron la costumbre de ilustrar la propia anatomía. Fue cosa de marinos, de galeotes, de soldados, los turistas de antaño. Llevaban y traían costumbres, enfermedades, modas.

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Se pusieron muy contentos los servidores de la justicia, que veían con agrado cómo los chicos y chicas malos identificaban su personalidad con aquella liviana cobertura. Cada tribu, clan, raza familia o pueblo reivindicaba las singularidades con un sentido provechoso. Los científicos y exploradores europeos asombraron con las reproducciones -y más tarde, las fotografías- de aquellos cuerpos donde no había una pulgada sin alterar. Es posible que también influyera la economía personal, y puesto que el clima era benigno la casi totalidad del año, el tatuaje podía muy bien sustituir a cualquier guardarropa, con la desventaja y el riesgo de pasarse de moda.

Desde hace casi 10 años, en los alrededores de la Puerta del Sol -que no es zona exclusiva- proliferan los lugares donde, incluso con ciertas garantías, puede uno dibujarse, con caracteres indelebles, desde una puesta de Sol hasta el dragón de una película china de dibujos animados. Así como los aros en las orejas eran signo de valor náutico, que certificaba a su portador haber doblado una o más veces el cabo de las Tormentas, el tatuaje recordaba la imagen de un amor portuario, el nombre de una enamorada a la que quizá no se vuelva a ver. Y sobre todo, la preciosa canción de León y Quiroga y el borrachín rubio como la cerveza.

Uno está ya muy pasado de rosca y entiende el gesto romántico de estampar un nombre, un ancla en el antebrazo o en el pecho. Pero me desorientan las mujeres hermosas que exhiben, descotadas, dibujos o señales en los hombros, debajo de la nuca y en lugares donde no es posible verse sin ayuda de dos espejos.

Por ahora es una acción voluntariosa. Esperemos que a nadie se le ocurra la extravagancia de hacerlo obligatorio para ir a votar.

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