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Columna
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Perdidos

Una mañana de invierno, Stephen Lewis decidió llevarse a su hija con él al supermercado. Kate aún se hallaba en esa edad en que cada objeto, a pesar de su trivial apariencia, oculta una pregunta que no es posible soslayar, en que los entes animados comparten con los inertes una frontera poco obvia que se rebasa con facilidad: no cejó hasta que su padre le permitió añadir a la escolta a su burrito de peluche. La noche anterior había nevado, así que Stephen no soltó la mano de la niña en todo el trayecto que les separaba del establecimiento; tampoco se separó de ella mientras tomaba de los expositores la lechuga, los pepinillos, la mostaza y los tres o cuatro artículos vagos con los que pensaba improvisar un almuerzo. Sólo hubo un momento en que la perdió de vista, un instante nimio en que tal vez se giró hacia el estante del papel higiénico y que desde esa mañana brutal repetiría sin cesar desde el remordimiento y los insomnios. Al volverse, la niña no estaba. En un principio creyó, quiso creer, que se trataba de una invitación a jugar al escondite y fatigó los pasillos atestados de latas y paquetes sintiendo que una angustia en forma de tumor le crecía en algún lugar de dentro, cerca del corazón; cuando los dependientes y la policía se sumaron a la búsqueda, entendió que el juego poseía reglas más misteriosas y siniestras y que le había tocado el papel del perdedor. Stephen Lewis perdió muchas cosas: perdió a su hija en un día de deshielo, perdió a una esposa con la que no sabía cómo comunicarse en ausencia de un canal que condujese satisfactoriamente la ternura y las esperanzas, perdió, sobre todo, la fe. Había construido su futuro alrededor de una niña, la había rodeado de jardines, corredores y terrazas, la había convertido en un chalé al que retirarse cuando las decisiones y los anhelos de la edad madura marcaran rumbos demasiado fatigosos para seguir caminando a solas. Y experimentó una soledad espantosa, masiva, sin fisuras, como si hubiera sido abandonado en un planeta extranjero. Lo describe Ian Mc Ewan en el capítulo inicial de una novela titulada Niños en el tiempo.

El relato nos ayuda a observar el terror más de cerca y a comprender, si no disculpar, muchos de sus flecos: la cansina presencia en los medios de los padres de Mari Luz, la niña desaparecida en Huelva, su convocatoria de manifestaciones de periodicidad casi diaria, la repetición del rostro de tres años en todas las marquesinas de autobuses, todos los escaparates de los colmados, todos los programas escatológicos de la televisión. Nos hace comprender, aunque no disculpar, la actitud de los vecinos de un pueblo de Córdoba que querían dar caza a cinco inmigrantes por preguntar a un niño la dirección de un taller. Ayuda a comprender, también, la desolación de los McCann, esa pareja convertida en picadillo publicitario que ha visto sometidas las intimidades sobre la educación de sus hijos a un tercer grado que muchos abogados de terroristas no estarían dispuestos a tolerar. Y digo que se comprende porque el ridículo, la algarada pública, la saturación de la prensa y la psicosis parecen un precio insignificante en comparación con la magnitud del logro posible: el cese de una angustia sin objeto, la conclusión de un estado de zozobra que no sabe de qué lado inclinarse y que invita alternativamente al espanto y la euforia, el callejón que ofrece una salida por sorpresa. Existe algo mucho peor que perder a un ser querido, y es no saber si se ha perdido o no: la incapacidad de llorar a quien no ha muerto, la duda de si mantener la puerta entreabierta, el pánico de cruzarse con un rostro familiar en la calle y no atreverse a atribuirle un nombre. Todos esos padres, como el de la novela, merecen el único consuelo que los seres humanos tienen prohibido: el de la certeza.

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