Fernando Higueras, un innovador de la arquitectura española
Destacó en los años setenta por sus diseños vanguardistas y psicodélicos
Fernando Higueras, uno de los más destacados arquitectos españoles del siglo XX, falleció ayer en Madrid a la edad de 77 años. Irrumpió en el pequeño parnaso de los arquitectos madrileños de los sesenta, cargado de un enorme talento, de una vitalidad próxima a la furia y del correspondiente e intratable ego.
Llegó cuando la Escuela y la profesión de los arquitectos ya se habían convertido a la modernidad y en el Paseo de la Castellana se demolían palacios y palacetes para hacer sitio a las obras de una arquitectura nueva y deseada, que los profesionales españoles admiraban e imitaban cuando podían.
Los maestros de los cincuenta ya habían llevado a cabo la difícil labor de integrar en España la obra de Le Corbusier, de Mies van der Rohe y de los norteamericanos, y estaba en el aire una nueva manera más libre, más expresionista y más lúdica que con el tiempo se daría en llamar posmodernidad. Fernando Higueras, como Rimbaud, llegaba como el más joven pero dispuesto a brillar más que ninguno. Su carrera estelar, como la del poeta, también se sumergiría pronto en el inframundo. Competía con su talento con Rafael Moneo, pero envidiaba su éxito, se postulaba como un genio de la arquitectura y del desenfreno psicodélico de los setenta. Creía en su profesión como los artistas malditos.
Su obra primera quedó impresa en las páginas de la revista Nueva Forma de Huarte, dirigida por Juan Daniel Fullaondo, pero sobre todo en la retina y en el anhelo de muchos jóvenes arquitectos. Las casas para los artistas en los cerros de granito de los alrededores de Madrid, casas para Lucio Muñoz, para Álvarez de Sotomayor y para Santonja, establecieron la medida del compromiso entre lo moderno y lo vernáculo, un compromiso en que se situaban entonces tantos proyectos queriendo añadir algo a un racionalismo funcional y estrecho.
Pero su gran obra, donde quiso construir un estilo propio manejando el hormigón, los encofrados, la geometría de los pliegues y la exageración monumental, se fijó en una serie de edificios como el Centro de Restauraciones Artísticas de la Ciudad Universitaria de Madrid, que pronto parecieron desmesurados y fueron rebautizados con motes pintorescos. Los trazó con la colaboración de muy notables compañeros que seguramente cedieron a su empuje y ambición plástica. Pudo terminar las viviendas de militares o los pisos, pero la obra institucional del Centro de Restauraciones se atascó en las dificultades de ejecución y el aumento de presupuestos. Pronto quedó a la vista el sueño de Higueras, en su gran proyecto para Montecarlo: era una arquitectura del futuro, en clave de expresión de materiales y formas profundamente abigarrada y autocomplaciente.
El descubrimiento del mundo hedonista del archipiélago en Lanzarote y del demiurgo César Manrique llevarían al arquitecto por otros derroteros. Allí construyó el hotel Las Salinas, un lujo todavía racionalista y contenido que fue ejemplo para tantas construcciones del turismo.
Después, la obra y el personaje airado desaparecieron de la primera fila de las revistas. La crisis política y económica duró desde 1973 hasta los ochenta, y los arquitectos punteros quedaron al pairo sin grandes encargos. La figura de Fernando Higueras se mantendría como un añoso enfant terrible, su enfado y sus adicciones endulzadas en la memoria de los demás por la pátina de la nostalgia, recuerdo del tiempo en que su personaje era posible. Y quizá así para siempre.
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