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Columna
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'Parkour'

Manuel Rivas

Creo que mi padre nunca llamó por teléfono. Apagaba las luces antes de que alguien decidiera encenderlas. No leyó nunca a Marx ni las páginas de deportes, pero combatía el capital con un instinto que se nos antojaba primario y que hoy reconocemos como propio de una vanguardia situacionista. Atravesaba las navidades sigiloso, precavido ante cualquier asalto de las huestes amorosas. El último recuerdo que tenía de un cura fue la hostia que le cruzó la cara por saltar en un atrio. Ya de mayor, enfermo, le regalamos un móvil que nunca utilizó, pero que debió llevarse con él, a la manera del campesino que pidió un código penal en el ataúd para valerse en los campos celestes. Cuento esto porque la noche de fin de año, entre otros muchos, más o menos originales, recibí un mensaje misterioso: "Hijo, aprieta un huevo contra el otro". O fue mi padre o fue William Faulkner, pues tiene una cierta aura de preceptiva literaria. Creo que entró porque abrí la ventana. En las horas de cambio de año son tantos los mensajes que se arremolinan en corrientes y adquieren una naturaleza espectral e incluso corporal. Por ejemplo, hubo otro mensaje que saltó desde el móvil y decía: "Permiso, ¿puedo ir al baño?". Me gustaría creer que era Godot, enviado por Beckett, pero me temo que era un central del Peñarol. Lo cierto es que algo nuevo, radical e imprevisto, está ocurriendo entre lo real y lo virtual. Parecía inevitable la progresiva absorción de los cuerpos por las pantallas. Pero la revolución que se extiende entre los jóvenes es la de saltar fuera de la pantalla y practicar el parkour, el arte del desplazamiento, en la selva urbana. En un mundo hecho de vallas y muros, en un urbanismo de sospecha y obstáculos, los traceurs y traceuses, trazadores y trazadoras, transforman su cuerpo en mensaje. Saltan por encima de tanta mierda.

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