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Columna
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Vino y averías

Abunda estos días la felicidad, el deseo de felicidad en todos los frentes, publicitario, amistoso, personal y colectivo. Se nos desea felicidad a través de carteles callejeros, llamadas telefónicas, mensajes electrónicos fabricados en serie para la cadena de amigos íntimos. Hay en este momento un deseo industrial de felicidad, y yo lo comparto. Felicidades. Me tomo absolutamente en serio, como un consejo, lo que me repiten de palabra y por escrito: "Sé feliz".

No sé si, al principio de las discusiones para el nuevo Estatuto, Izquierda Unida era consciente de que su propuesta de incluir en la ley el derecho de los andaluces a la felicidad imitaba a los americanos del Norte y su Declaración de Independencia de 1776, con su consagración de los derechos humanos inalienables, el derecho a la vida, la libertad y la busca de la felicidad. Nuestro deseo de ser hoy felices es también una declaración de independencia personal, aunque no sepamos muy bien en qué consiste eso de la felicidad. Uno ni siquiera sabe exactamente lo que quiere, e, incluso cuando cree saberlo, descubre que ya no lo quiere cuando recibe el encargo laboral o el amor que pedía.

Queremos dinero porque el dinero es independencia o, por lo menos, nos permite entretenernos comprando, una actividad que da sensación de liberación. Se libra uno del ansia de comprar lo que deseaba comprar. La publicidad trabaja para convencernos de que no podemos ser felices, ni siquiera vivir, si no nos compramos eso que todos compran. La felicidad está en el gasto, en la alegría de la pieza cobrada. El secreto de la felicidad, según Desmond Morris, lo heredamos de los tiempos en que nuestros antepasados eran cazadores antediluvianos. Ahora, en vez de cazadores, somos fetichistas, compradores de objetos caprichosos, niños eternos. En cuanto conseguimos la pieza perseguida, nos cansamos de ella, y salimos a buscar otra. Esto es básicamente el derecho a la busca de la felicidad.

La felicidad como invento reciente, americano, tenía en sus orígenes otro sentido. Era una cuestión religiosa, moral. Lo ha explicado Darrin M. McMahon, autor de Una historia de la felicidad (Taurus). Antes de los nuevos cristianos de América del Norte, repudiados en Europa, expulsados, reformadores extremistas, la Tierra servía de doloroso tránsito a la felicidad del Paraíso eterno: la vida era un valle de lágrimas por culpa de Adán y Eva. Pero los cristianos proscritos de la América inglesa se inventaron que había que ser feliz en este mundo, conciliando vida pública y vida privada: parecía posible la transformación de la vida a través de la política. Y, como prueba del deber de ser felices, citaban los Evangelios: el primer milagro de Cristo consistió en convertir el agua en vino para diversión de los invitados a una boda. Pero los americanos copiaban su idea de felicidad de los antiguos griegos. La obligación humana de alcanzar la felicidad era el deber de vivir bien, con rectitud, disciplina y moderación, virtuosamente, es decir, sirviendo a la comunidad, esforzándose por el bienestar público. Cuando hoy me desean felicidad me dicen que viva bien.

Los dos partidos hermanos, el PSOE y el PP, parecen concebir la política como aprovechamiento de los fallos de su mellizo. Son partidos de programas semejantes que, conforme se acercan las elecciones, más semejantes se hacen: los dos obedecen a los investigadores de la opinión pública, monstruo único de muchas cabezas. De acuerdo en lo fundamental, los dos partidos sólo esperan para ganar votos alguna avería del rival. Entre mis conocidos que siguen al PP percibo una especie de gran alegría a propósito de los retrasos del AVE entre Málaga y Madrid, como si quisieran constatar que la felicidad de unos depende de la infelicidad de otros. Ésta es toda la atención que nos merece el estado de la red ferroviaria andaluza.

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