Un roedor de palabras
Sam Savage, un antiguo y valleinclanesco profesor de filosofía de Yale, pescador de cangrejos en South Carolina, mecánico de bicicletas y escritor frustrado, un alternativo con la cabeza muy bien amueblada, se autorretrata como un ratoncito de Boston que se alimenta de los libros que se apilan en el sótano de la librería de viejo Norman y que aspira a convertirse en un gran autor, todo un irónico y tierno homenaje a los lectores empedernidos de buena voluntad (que no a las ratas de biblioteca), y poderosa metáfora de las virtudes redentoras de la lectura. Firmin, librito delicioso donde los haya, también es un viaje iniciático por el mundo del libro y de la ficción de la mano de su insólito protagonista, y una máquina de guiños literarios sin duda estimulante, que se pone en funcionamiento en la primera página, cuando el ratoncito Firmin, cónsul de las letras bautizado no por azar como aquel Geoffrey Firmin de Bajo el volcán, de Lowry, se obsesiona con el comienzo de la crónica de su vida que está componiendo en su cabeza, reclama para sí el talento de tipos como Nabokov, capaces de abrir una novela con frases brillantes como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", saca del cajón el viejo tópico del escritor bloqueado y de los beginnings, y arranca su extenso monólogo interior desde las catacumbas de la soledad, la marginación -rata que veas leer, déjala correr, se dicen sus congéneres- y el lento aprendizaje de la decepción (uno de sus arranques favoritos es aquel impactante "ésta es la historia más triste que jamás he oído", de El buen soldado, de Madox Ford), un monólogo que Savage construye sobre el modelo del primer capítulo, 'La ratonera', de las Memorias del subsuelo (1864) de Dostoievski, la crónica personal que un proscrito le cuenta a un lector imaginario en un apóstrofe de doscientas páginas.
Firmin, aventuras de una alimaña urbana
Sam Savage
Traducción de Ramón Buenaventura
Seix Barral, Barcelona, 2007
222 páginas. 16,50 euros
Firmin vive literalmente de los libros, que digiere a la vez en su estómago y en su cerebro, convirtiéndose de forma paulatina en un humano encerrado en el cuerpo de una rata, que reescribe el Retrato del artista adolescente (en inglés leeríamos en realidad A portrait of the artist as a young rat), y que a fuerza de morder y deglutir páginas se vuelve un crítico literario de envidiable talento, capaz de atropar autores como Carson McCullers, el Joyce de Finnegans Wake, Tolstói, George Eliot, Proust o el Dickenks de Oliver Twist, con cuya legendaria desgracia siente empatía el bueno de Firmin, a la vez que suscribe con ironía la necesidad de un canon (repitiendo una y otra vez "éste es uno de los Grandes") y pasa revista con delicioso humor a los tópicos del mundillo literario, el bourbon hasta altas horas junto a una Underwood, autores firmando ejemplares, ediciones de bolsillo del Henry Miller más obsceno llegadas por contrabando desde París o editores rechazando magníficos originales de tres al cuarto. El monólogo de Firmin atraviesa párrafos de divertida dietética libresca -¿Scott Fitzgerald tal vez más agridulce que D. H. Lawrence?- y de una entrañable picaresca de la supervivencia que une a nuestro roedor de palabras con las tribulaciones de Lennie y de George, aquellos roedores de mendrugos de De ratones y hombres (1937), de Steinbeck. Firmin no soporta ni a Micky Mouse ni a Stuart Little (con Ratatouille, en cambio, harían sopa de letras), pero se tratan como hermanos con el infalible librero Norman ("nunca le ponía Peyton Place en las manos a alguien que habría sido mucho más con El Doctor Zhivago") y traba una amistad de cuento de hadas con el rechoncho Jerry Magoon, un escritorcillo de ciencia-ficción con el que escucha a Charlie Parker a todo trapo y ve películas en tecnicolor, y que recuerda sin esfuerzo a Kilgore Trout, aquel estrafalario escritor de serie B concebido por Kurt Vonnegut, cuya obra, con la farsa de la creación que tituló El desayuno de los campeones a la cabeza, estuvo muy presente en la memoria de Savage mientras redactaba Firmin. Nuestro letraherido ratoncito quisiera ser personaje de todas las novelas que le han encandilado y, como Alicia en el País de las Maravillas, ve en la ficción una válvula de escape de la rutina de la vida, nos contagia sin remedio esa visión y, siendo en ocasiones Anna Frank y a veces Fred Astaire, disfrazándose de Gatsby y de bostoniano de Henry James vuelto del revés, Mr. Firmin nos conmueve para siempre con sus lecciones de humanidad, sentido del humor y aguda sátira de nuestro loco mundo, nos empuja a leer aún más y nos impide volver a gritar ¡malditos roedores! -
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