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Falsas ilusiones de normalidad en España

Jordi Gracia

La ilusión de la normalidad tiene ventajas definitivas para la convivencia civil, pero es tantas veces sólo una ficción mal armada. En la cultura de la democracia el voluntarismo y la mala conciencia han alimentado una ficción particularmente perversa, porque predica la asunción colectiva, política e intelectual, de una pluralidad de lenguas y tradiciones que demasiadas veces queda sólo en el papel o en la falsa buena educación. La pedagogía democrática en torno a la realidad intelectual, histórica y social que ha ido haciendo a España ha sido profundamente deficitaria. No se tomó la decisión política de propiciar la redifusión para toda España de los canales autonómicos y no se ha hecho todavía: hay gente que sigue creyendo que los catalanes son raros por una maldición bíblica y hay buenas personas que ignoran profundamente de qué está hecha la matriz cultural de la que todos venimos, y de buena fe ignoran, y poco se ha hecho para reparar a fondo semejante absurdo, que sus maestros y referentes tienen orígenes vascos, gallegos o catalanes: desde Unamuno o Azorín pasando por Valle-Inclán o Cela y parando en Vázquez Montalbán.

Sin los editores y autores catalanes la cultura española estaría cojitranca
Lo que desanima es la ignorancia de la cultura española de obras catalanas
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Lo sé bien porque en Cataluña sucede lo mismo desde la restauración democrática de la Generalitat. Dicho por vía directa, la política cultural y educativa de la Generalitat ha promovido con acaloramiento la reivindicación de lo catalán en catalán, en la medida que rectificaría así la maldita historia franquista, y quizá incluso retomaba de ese modo el hilo roto del Estatuto de 1932. Ha sido un mandato ideológico y político y a nadie ha de sorprenderle el sentimiento de marginación o de invisibilidad oficial de las letras en castellano en Cataluña (aunque no por supuesto en la vida real, social, mediática). La razón de fondo era ideológica, por supuesto, pero también práctica política: restaurar un orden catalán en catalán destruido con el franquismo. Cuando Félix de Azúa hoy repudia a los escritores catalanes por serviles, hace hablar por su boca el sentimiento reconcentrado de descuido o desidia que experimentan en su propia casa algunos escritores catalanes en castellano. Demasiadas veces en Cataluña parece olvidarse que nuestros fundamentos intelectuales y culturales tienen una procedencia también plural y diversa, y parece olvidarse -u omitirse incluso- que a la sociedad catalana del siglo XX también la han hecho Valle-Inclán y Cela, Unamuno o Azorín, Baroja o Antonio Machado, Torrente Ballester o Juan Ramón Jiménez. Con los nombres catalanes nada más no vamos a ningún sitio (o sea, no hay manera de salir de casa), pero resulta extremadamente raro que no se advierta fuera de Cataluña que sin los nombres catalanes la ampu-

siguientetación de la vida intelectual en España sería algo más que grave, porque la dejaría cojitranca y maltrecha, algo miope y sin duda menos rica y heterodoxa e imprevisible. No quiero poner la lista de los editores que han hecho nuestra cultura literaria porque, incluso olvidando alguno o algunos, la lista sería una lata, pero sin el premio Nadal o la editorial Destino, sin José Janés o sin la Biblioteca Breve, o sin las más recientes y largamente maduras Anagrama, Tusquets o Crítica no sé bien dónde habría ido a parar la mitad de nuestra cultura literaria: todas esas radiaciones de la vida intelectual española las hicieron catalanes de lengua, origen, adopción, pero sin duda catalanes, y las hicieron así porque sólo podían hacerlas así tras la victoria de Franco en 1939.

Alguno habrá tenido la tentación de pensar que conviene recordárselo a los poderes públicos catalanes, porque parecen ser ellos los que se olvidan de esos editores y de sus autores cuando van a Frankfurt. Les aseguro que es al revés: lo saben tan bien, tan bien, que aspiran justamente a emularlos, a hacer las cosas como las hicieron ellos, tanto si les sale bien como si les sale peor (y alguno que sí le salió bien es, evidentemente, Josep Maria Castellet como patrón de Edicions 62). Pero me parece que el recordatorio puede ser tan necesario fuera de Cataluña como dentro de Cataluña, seguramente porque fuera no se advierte lo que tiene de simbólico: esos editores, y las escuelas de pensamiento, historiografía, ensayo y literatura que encarnan, han crecido en Cataluña al mismo tiempo que el final del franquismo y la urdimbre lenta de la democracia fue permitiendo hacerlo en su lengua de uso cotidiano, diario, familiar y sentimental. Si hoy se edita lo que escriben los catalanes en catalán es porque puede hacerse y porque es natural que lo hagan, porque no es ninguna forma del artificio ni tiene nada de esforzado sacrificio de salvapatrias (local) mimar los relatos exactos de Sergi Pàmies, o las pejigueras radiantes de Pere Gimferrer, o el cálculo moral de los poemas de Joan Margarit. Lo que desanima (cuando se piensa en ello) es la extendida miopía de la cultura española fuera de Cataluña en torno a los nombres y obras catalanes, como si no se supiese sacar consecuencias de lo evidente. La industria editorial y cultural catalana trabaja con dos lenguas porque la sociedad es bilingüe y del mismo modo que al poder político de la Cataluña democrática ha habido que recordarle que su clientela es una sociedad manifiesta y felizmente bilingüe, quizá haya que recordar también a la sociedad española la misma evidentísima verdad: que en las etapas de libertad política Cataluña ha hablado y ha escrito y ha hecho periodismo, literatura o política en dos lenguas también. Y no será porque son ineptos o descastados españoles quienes mejor conocen esas letras, porque entre ellos están poetas y ensayistas como Andrés Trapiello, o Antonio Martínez Sarrión, o Miguel Sánchez Ostiz, Andrés Sánchez Robayna o José-Carlos Mainer. Fuera de algunos circuitos intelectuales y fuera de algunos nombres destacados, es asombrosa la desidia o la pura ignorancia sobre lo que son los autores catalanes cuando escriben en catalán. Por lo visto ignorar una novela como Bearn, de Llorenç Villalonga, o Vida privada, de J. M. de Sagarra, es disculpable sin gran dramatismo, quizá porque no se advierte que esa pérdida equivale a perder, pongo por caso, Últimas tardes con Teresa, de Marsé, o La ciudad de los prodigios, de Mendoza. Es mucho perder y no parece que a nadie le duela demasiado, incluso cuando desde Cataluña esas obras tienen valedores de primera fila como el mismo Azúa que en tan baja estima tiene al equipo local en versión catalana (aunque también tiene en semejante baja estima a las camadas recientes en cualquiera de las lenguas próximas). Esa ignorancia de la cultura española con respecto a las letras catalanas no se vive como déficit o como insuficiencia, incluso parece que la vida intelectual española y desde luego los lectores se complacen en una discreta indiferencia. Claro está que semejante perspectiva es una herencia más de las averías profundas que instaló el franquismo en la sociedad española y que la democracia ha hecho poco por reparar, o quizá sólo ha podido corregir por la vía de que crezcan las bestias a su aire (las bestias aquí somos los catalanes) sin que haga falta que el resto de la granja tenga que enterarse siquiera de lo que hacen con esa libertad. Es una falsa ilusión de normalidad en España. Nada de lo cual, desde luego, hace menos depresiva la amputación que la cultura catalana ha vivido en los escaparates de Frankfurt. Y ésa es la segunda falsa ilusión de normalidad.

Jordi Gracia es profesor de Literatura Española en la UB y su último libro es El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo, 1933-1975.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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