Poesía en movimiento

La búsqueda de lo insólito, deber que se impone el director artístico de esta bienal, se refugia en el ciclo Siete Maravillas, que arrancó en Antequera con dos espectáculos dentro de su Colegiata de Santa María, funciones únicas y originales en las que se persigue la unión entre tiempo y espacio. De forma diversa, las dos del viernes lo fueron.

Para el de Rocío Molina se pretendió la áspera roqueda de El Torcal como escenario. No pudo ser, pero el entorno de la Colegiata sirvió de maravilla para el propósito de una obra que se presenta desnuda y tan cercana que casi se comparte el sudor con los artistas. La tarima a ras de suelo, el canto a palo seco buscando el eco de la alta arquitectura renacentista, y una instrumentación que, de forma puntual, proporciona atmósferas. En ese entorno, pocas bailaoras como la joven Rocío para llenar el espacio con un repertorio de danzas y figuras, de bailes y movimientos, que expresan un universo de sentimientos y componen una obra tan hermética como arriesgada. Arte como experimentación y reto, instantes de una belleza que subyuga. La vanguardia y el atrevimiento para cantes tan antiguos y primitivos como los romances, las tonás o los pregones. En sus cuatro movimientos, la obra adquiere matices que la salvan de la linealidad, lo que -dicho lo dicho- no deja de ser un mérito. De la difícil geometría de la experimentación a la danza envolvente de una mujer presa en tules, de la carrera de huida al baile a compás del soniquete. La aspereza de la toná frente a la delicadeza de la nana. Diferentes planos de una obra que, en ningún momento, deja indiferente.

En el mismo espacio, unas horas después, la presentación de otro de los encargos de esta bienal: que el cantaor Miguel Poveda le pusiese voz a los versos del poeta antequerano José Antonio Muñoz Rojas. No es ésta una labor extraña al artista, que ha cantado a otros autores, tanto en catalán (su disco Desglaç) como en español. El trabajo, que se sirvió en clave flamenca -con la guitarra y la música de Romero-, pero también con el expresivo recitado de García Rimada, fue un ejemplo de exquisitez y refinamiento en el que la palabra, en cualquiera de sus formas, tuvo vida y movimiento. Gustó -y mucho- el recitado; pero, a la hora de cantar, Poveda es de esos que dice el cante con todas sus letras, transportándolas en su rico juego melismático sin que se pierda el mensaje que los versos transmiten. Hizo así los poemas -todos, por cierto, muy bien elegidos- a palo seco, acercándose a la intensidad del martinete, en canción y, sobre todo, en una larga tanda de cante por soleares. Ése fue el recital de la noche, aunque el programa -que se alargaría por encima de la hora y media- incluyó una segunda parte de cante flamenco tradicional en la línea que el cantaor viene ofreciendo. Un Miguel que nunca canta de memoria, aunque el repertorio se repita, y que fuerza la voz en cada tercio para reinventarse a sí mismo. La hermosa farruca de su último disco dio paso a un recital que se paseó por todos los estilos y gran parte de los acentos, una suerte de antología con múltiples ecos.