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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La edad de oro (y de plomo)

Marcos Ordóñez

ME TOCA UN poco las narices Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny. Weill juega, mezcla e inventa como un niño ante un mecano (o dos), pero con una mano atada por su excesiva voluntad de saltar a la gran liga de Hindemith y Schoenberg. En Estados Unidos, liberado del peso de la púrpura, sus melodías brotarán fluidas y felices, sin grumos atonales. Enormes canciones: September Song, Lost in the Stars. Cuestión de gustos, desde luego. Claro que veo (y oigo) el mérito de Mahagonny, sobre todo por los caminos que abrió: sin ella probablemente no existirían Candide o Sweeney Todd. Pero me aburren, qué vamos a hacerle, su sinfonismo engolado y sus disociaciones. Hay partituras que son como un río con escollos. Aquí es al revés: un pedregal en el que, de cuando en cuando, brota el rápido de una maravillosa agua melódica. O un bandoneón que abre una ventana a la noche, una balada como un remanso, un ukelele pretérito. El texto de Brecht tampoco me mata. Inventa, de acuerdo, con medio siglo de adelanto, el western crítico, de Los vividores a Deadwood: los fundamentos rapiñosos del capitalismo. La moraleja es un tanto trillada: puedes entregarte al imperativo de goce siempre que aflojes la mosca. Si no pagas, estás muerto. Lo mejor de Mahagonny es su atmósfera mefítica, su nihilismo conceptual y sentencioso: se abre con "es más fácil sacar oro de los hombres que de los ríos" y se cierra con "nadie hará nada por nadie". No tardarían en llamarle al orden los jerarcas del Partido. Pero en 1929 Brecht todavía siente una mezcla de repelús y fascinación ante la América de los pioneros, es decir, de los asesinos y mangantes; su maldad suculenta, su energía depredadora. Y su música. Yo creo que Mahagonny es un intento, un buen intento de pillar ese aire, aunque la gran obra, desabrochada y libérrima, de este par es la Ópera de cuatro cuartos: siempre que la escucho me parece la respuesta alemana a La Gran Vía. También, puestos a elegir, me quedo con la Pequeña Mahagonny, que vimos en el Lliure, en 1978, y que no se tira tres horas para contar su historia. Es como Infernal Affairs respecto a The Departed. Pero la Fundación Weill exige que se monte la operaza épica. Y Mario Gas se moría de ganas de montarla, o sea, que basta de teórica. Vamos al tajo, nunca mejor dicho. Nuevo y fantástico espacio: la nave de despiece del antiguo matadero de Legazpi. La función, por cierto, puede verse allí hasta el 5 de agosto. Equipo de superlujo. Les detallo. Traducción de Feliu Formosa: un clásico. Escenografía de Jean-Guy Lecat, la mano derecha de Brook. Panorámica, puro cinemascope, aunque puedes pillar una tortícolis si quieres ver todo lo que pasa. Codirector, el gran José Antonio Gutiérrez. Iluminación, Javier Aguirresarobe. Vestuario, Antonio Belart. Todo espectacular, cuidadísimo. La orquesta, dirigida por Manuel Gas, toca (de maravilla) encerrada en una pecera de vidrio. El montaje rebosa elementos soberbios. Llegan, en camioneta marca Hadley Chase, la viuda Begwick (Teresa Vallicrosa, más Lotte Lenya que nunca: voz, ojos taladrantes, peinado, maquillaje), Fatty el Apoderado (Pedro Pomares, impecable) y Trinity Moses, un discreto Constantino Romero: da bien el tipo, pero pasa de la rigidez a la sobreactuación en un compás. Aunque canten Alabama Song está claro que las putas vienen de Chicago, el Chicago de Bob Fosse, comandadas por la sensualísima Mónica López, que interpreta a Jenny, la zorra de corazón helado, con un morbazo de infarto: un caballero casi palma a mi lado al oírla susurrar "bebe de mi copa, Jimmy". Jim, Jim Mahoney, el alegre leñador, es Antoni Comas, el tenorazo de Carles Santos, con un poderío y una convicción vocal de aúpa. Le acompañan tres pedazos de actores/cantantes: Ricardo Pérez (Jacob Schmidt), Xavier Fernández (Bill) y Joe el Lobo (Abel García). A la media hora hay setenta señoras y señores en escena, que se dice pronto, gracias al coro que cada verano honra al maestro Sorozábal en el Español. Quizás por eso, en la escena del Hotel del Nuevo Rico, la pianola de honky tonk da paso a una ráfaga zarzuelera, casi un homenaje a Adiós a la bohemia. Todo el primer trecho fluye que es un gusto, aunque no me parece una gran idea tener a la compañía quietecita viendo un simpático dibujo animado mientras suena el instrumental que preludia la llegada del huracán, ni tampoco el pasaje de la salvación tiene, para mi orejita, la tonalidad de gospel, de maldición bíblica, del original. La primera parte, sin embargo, se cierra en beauté como un gran musical, con el rugiente y colectivo "donde haces tu cama te acuestas". Los problemas arrecian después del intermedio, porque Brecht repite y repite su mensaje y las soseces de puesta en escena (la fatigosa visita al burdel en cinta continua durante la canción de Mandalay, aligerada por un desfile de chicas despelotadas; el plomizo combate de boxeo; la inacabable escena del juicio) alternan con grandes ideas, como el ensueño del retorno a Alaska sobre una mesa de billar volcada a guisa de balsa. Aquí mandan y se salen Mónica López (la desesperada Alabama Bis) y Antoni Comas por partida doble, cuando vomita "que nadie os seduzca, no vais a resucitar" y, atadito al palo, "cuando el cielo sea claro", el E lucevan le stelle de Weill, que parece anticipar al mejor Lloyd Webber. Relumbra, igualmente, el quinteto de la canción de Benarés (gran momento de Constantino Romero, Vallicrosa, López, Pomares y Francisco Pío Galazo como Toby Higgins) y la cantata final, que por el mismo precio pisotea el cadáver de Jim y toda esperanza de redención. Montaje importante, muy bello, pero quizás demasiado constreñido por la ortodoxia: la mirada de los herederos de Weill, temibles SuperCicutas, debe coartar lo suyo. No es el Gas que resituó la Ópera de perra gorda en la Barcelona de 1927 o se soltó el pelo con la gloriosa remezcla de Guys and Dolls. Ahora que lo pienso, don Mario: ¿se animaría a recuperar en el Español la joyaza de Loesser? ¿O a montar, me pido, Lady in the Dark?

A propósito de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Bertolt Brecht, dirigida por Mario Gas en Madrid

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