Violencia de género
El Gobierno quiere abrir un debate sobre la información que los medios de comunicación dan de la violencia de género. En el punto de partida está la posibilidad de que esa información, o una cierta manera de informar sobre la violencia de género, produzca un "efecto llamada" que incite a la imitación de los crímenes de que se informe. Nadie piensa en la posibilidad de silenciar estos hechos, naturalmente, porque, como ha dicho el presidente de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España, "pensar que porque las cosas no se cuenten no ocurren me parece demasiado infantil", y sobre todo porque, como ha dicho Miguel Lorente, "quien construye la relación de violencia se ampara en el silencio". Además: la violencia de género no ocurre súbitamente, como una explosión activada por otro caso visto en televisión, sino que, como la experiencia demuestra, viene precedida de un largo historial de maltratos sufrido precisamente en silencio. Y hay otra consideración que me parece digna de atención y que no estoy muy seguro de que vaya a entrar en el debate.
Recordemos que la naturalización en nuestro país de la expresión "efecto llamada" se produjo en el contexto de la discusión sobre el proceso de regularización de inmigrantes ilegales que impulsó el Gobierno de Zapatero. El efecto buscado era una maniobra de distracción: se señalaba una única causa -la regularización- como responsable exclusiva de la emigración ilegal y se dejaba pasar en silencio otra causa infinitamente más importante, llamativa y más que visible, que no era otra que la demanda de mano de obra ilegal por parte fundamentalmente de la agricultura y la construcción.
De la misma forma, en el caso de la violencia de género hay al menos otras dos causas a las que imputar ese efecto llamada con mucha más razón que a la información. La primera es el arraigo ancestral de una cultura de la desigualdad que es la muy sólida base de la pirámide siniestra en cuya cúspide está la cifra de las mujeres asesinadas cada año. La segunda es la nula voluntad, especialmente de la televisión, de renunciar a hábitos -y en su caso hasta eliminar programas- cuyo contenido remacha continuamente una imagen de la mujer desprovista de toda dignidad. Desde la publicidad hasta el hecho de asimilar violencia de género y accidentes de tráfico, lo normal es que se difundan pautas de comportamiento que banalizan y frivolizan no sólo lo que pueda ocurrir, sino incluso lo ya ocurrido: véase si no cómo se trata el problema en los programas de sobremesa.
No se trata, pues, de ignorar la realidad: sería como echar, sobre la manta que cubre el cadáver de la víctima, un manto de silencio que haga más llevadera la carga a todos. Y no ignorar la realidad significa también reconocer que lo que se ha de combatir frontalmente es la cultura machista de la desigualdad y la violencia que hay en el fondo de esta lacra.
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