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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

'Ravalear' de noche

El Sónar es un paréntesis en el corazón del Raval, que en su vida cotidiana baila al ritmo combativo del hip-hop y poco sabe del éxtasis de la música electrónica vanguardista. Pero su rutina no es sinónimo de aburrimiento. Al revés: para asistir a uno de los mayores espectáculos barceloneses no hace falta pagar entrada ni conjurarse con el dogma radical de los modernillos. Sólo es necesario dejarse caer en este barrio un sábado por la noche. Calificarlo de espectáculo no es una exageración. Aquí sigue, dedicada a los puristas, una de las acepciones que da al término el diccionario digital de la Real Academia Española: "Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles".

Algo de eso puede experimentar el curioso si opta por ravalear, palabra amable inventada por los comerciantes del Distrito Quinto para repeler prejuicios. ravalear: un neologismo que junta una invitación y un ruego. El show nocturno del Raval remite a un modo de vida en la calle que siempre nos han vendido como muy mediterráneo y que ahora los burócratas de la asepsia quieren borrar del mapa urbano. Vaya. Se barrunta en estas callejuelas que más de una generación ha dado la espalda a un enclave tradicionalmente lastrado por la leyenda marginal del Barrio Chino y su bohemia paupérrima.

Sin embargo, sus hijos y nietos no le hacen ascos. Sucede lo mismo que explica Enrique Vila-Matas sobre The Beatles en París no se acaba nunca (Anagrama). Basta con cambiar rock and roll por Raval para que todo cuadre con este deje sentimental: "El rock and roll era algo que mi generación no había heredado de nadie y, por tanto, no había quien nos enseñara a quererlo. Al contrario, más de uno quería convencernos de que debíamos despreciarlo". El pasado sábado, como cada fin de semana, los jóvenes volvían a convertir la plaza dels Àngels en un concurrido punto de encuentro trasnochador. ¿Y qué hacían? Pues nada. Compartir una litrona, hablar, esperar a los amigos para ir a un bar pijo, hacerse un porrito de costo o de maría...

Es un ocio sencillo con máscara de pasotismo. Este terreno costumbrista ya lo ha reseñado Pla en Insolación: "Jóvenes, pero ancianos, ya nacimos cansados. Pasa el tiempo, despacio. Somos veintegenarios". Albert Pla, se entiende (fin de las citas). Bebida no falta gracias a los vendedores ambulantes de cerveza, en su mayoría paquistaníes tocados por el don comercial de la insistencia: "¿Una servesa amigo?".

La farra callejera se multiplica en la Rambla del Raval: abundan los corrillos de adolescentes que no tienen dinero para pagar las consumiciones de un local. Los antisistema glosan con sorna las últimas polémicas protagonizadas por los mossos, a los que han rebautizado como los hombres de Paco. Aunque en el barrio existen muchas entidades que potencian la integración de los inmigrantes, los grupos que se forman están separados por nacionalidades, como si la adolescencia no fuera ya por sí sola un pesado gueto. En estas zonas abarrotadas, la vigilancia policial es constante. A la hora del cierre se añaden los equipos de limpieza, que a golpe de manguera adecentan calles llenas de basura y, a la vez, ahuyentan a rezagados. Por desgracia, la lejía se ha llevado por delante un rico legado de street art local.

¿Pero dónde está aquel Barrio Chino del vicio? Pues sólo sobrevive un pecio: la calle de Espalter y alrededores, últimos refugios de las prostitutas sobre los que pende la sombra de la futura filmoteca y otros estrenos del buen gusto. Los vecinos están hartos de asomarse al balcón y ver las escenas típicas del negocio de sexo por dinero, con sus chulos y satélites desesperados ("¿me invitas a un papelito?"). El cabreo es evidente. El mencionado sábado, uno de los airados no aguantaba más y lanzó una bolsa repleta de agua a las que mercadeaban libremente con lo suyo.

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Pese a la Guardia Urbana que patrulla por allí, no se puede evitar sentir cierta sensación de inseguridad. En una portería de la calle de Robador se lee en un cartel: "¡Atención!!! Durante un tiempo rogamos cierren la puerta de la calle con llave por la noche, llevamos semanas que cada día fuerzan y estropean la puerta y entra gente a pasar la noche. Gracias". Por tanto: apenas, pero persiste. Y dentro de sus lindes hasta Olivia saca al fin su espíritu retozón y se convierte en una conejita del Playboy, si bien los bares de alterne son historia. A los pocos que quedan se accede por el protocolo del timbrazo. Pero es un negocio basado en la confianza y si la madama está achispada no deja entrar al pájaro en el paraíso, aunque se esfuerce en adoptar cara de putero con urgencias de despachar.

En una calle estrecha, un borrachín -que parece recién salido de una viñeta del añorado Ivà cuando Makinavaja reinaba en el lugar- duerme en el suelo la mona de sus excesos y provoca engorro a los conductores. Llega un policía y le afea su conducta: "Recoge las piernas hombre, que no dejas pasar a la gente". ¿Para qué alarmarse? Estampas parecidas, que escupen incivismo, se encuentran también a cada paso fuera del Raval. Horas antes, por ejemplo, un incontinente utiliza como meadero el vestíbulo de la estación del metro del Clot que conecta las líneas roja y lila. Las piernas fijas en el rincón reservado para los músicos. ¡Qué escaso de poética anda el subsuelo!

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