_
_
_
_
_
LÍNEA DE FONDO | Fútbol | 33ª jornada de Liga
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cita en la fragua

El Sevilla ha llegado a Madrid con el tiempo justo para cambiar de plan y de uniforme. La crítica le ha colgado el cartel de peligro; como único aspirante europeo a los tres grandes títulos, el Grand Slam del fútbol, debe usar indistintamente el manual del invasor y el del invadido. Sus exigencias coinciden con sus ambiciones: si anteayer entró en su estadio con cabeza de toro, hoy llegará al Bernabéu con caparazón de tortuga. Pero, al margen de la indumentaria que elija para la ocasión, sus enemigos no deben llamarse a engaño: bajo sus disfraces lleva siempre una dentadura de cocodrilo.

Frente a Osasuna, un equipo hecho a martillazos en el taller de Cuco Ziganda, nos ofreció una exhibición de versatilidad: tuvo que entrar por todos los ángulos y golpear todas las aristas. Buscó el cuerpo a cuerpo convencido de que, en un forcejeo tan rudo, cualquier pequeño incidente, ya fuera un cruce inoportuno, una carga a destiempo o un offside mal tirado, podía darle medio metro de ventaja. Y, como en la historia del clavo que valió un reino, un centímetro valdría una eliminatoria.

Enfrente, Osasuna tenía el mismo panorama. Puesto que el tamaño de su gol aumentaría según pasaran los minutos, también planteó el partido como un conflicto entre voluntades o, aún más, como un duelo entre nombres propios. Cada jugador se apoderaría de su zona, marcaría el territorio y haría de cada lance una cuestión personal. Si el Sevilla caía en la trampa de jugar mirando el reloj y se convencía de que en la cancha no quedaba disponible ni un solo metro cuadrado, entraría en un inevitable proceso de descomposición y perdería la fe, el sitio y la paciencia. Para llegar a la final, no bastaría, pues, con que los futbolistas memorizasen la táctica y se limitasen a actuar como partes de un todo. Esta vez deberían recordar su historial, tomar la iniciativa y salirse del dibujo.

Poco después éramos testigos de un drama en el que los actores debían improvisar para sobrevivir, y fue entonces cuando las figuras de Juande nos mostraron su verdadera estatura: Luis Fabiano volvía a ser aquel zombi de madera que en 2003 marcó 29 goles para el São Paulo, Renato se transformaba en el diablillo que un día trabajó para el Santos y Frédéric Kanouté, alias El largo, se multiplicaba como una hidra. Pero sobre todo vimos que, en un continuo viaje hacia sí mismo, Dani Alves volvía a ser Dani Alves. Oculto en su propia caricatura, tan mal vestido y tan mal encarado como de costumbre, demostró que el fútbol puede reconciliarnos con la aventura.

Si el Madrid quiere la Liga, tendrá que ganársela gramo a gramo. Y, como el Sevilla nos enseña, sólo podrá llegar a campeón si consigue parecerse a un aspirante. Vestirse por los pies y jugar con la cabeza.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_