La soledad de un viejo liberal
Miguel de Unamuno fue un escritor que defendió su independencia contra "los hunos y los hotros". El libro de Luciano G. Egido repasa sus últimos meses de vida.
AGONIZAR EN SALAMANCA: UNAMUNO, JULIO-DICIEMBRE DE 1936
Luciano G. Egido
Tusquets. Barcelona, 2006
296 páginas. 19 euros
"El día 31 de diciembre de 1936 cayó en jueves y en Salamanca nevó". Aquel día murió en la ciudad un "hombre viejo", uno más de los muertos que entonces vomitaba una España desgarrada por la Guerra Civil recién comenzada. Pero este cadáver no era como los demás: no pertenecía a alguien humillado y fusilado, ni tampoco fue arrojado a una cuneta tras ser asesinado, como, por ejemplo, el de Casto Prieto Carrasco, último alcalde republicano de la ciudad. Aquel muerto falleció en su casa de la calle de Bordadores, umbría y emblemática de la ciudad, que en aquellas fechas languidecía aterida de frío y terror, dominada bajo la garra insomne de los militronchos arrogantes y zafios.
Quien moría era don Miguel de Unamuno y Jugo, poeta, escritor, filósofo, políglota y polemista nacido en Bilbao hacía 72 años. En sus días postreros estuvo más aislado que nunca y sólo lo visitaban algunos falangistas con aspiraciones intelectuales, como el joven Bartolomé Aragón, presente en casa del viejo profesor cuando éste murió mientras estaba sentado a la mesa camilla, al calor del brasero, acometido en calma por una silenciosa congestión cerebral. Unamuno soportaba semejante auditorio porque se despachaba a su gusto contra aquellos ingenuos admiradores descargándoles la bilis que le provocaban los crímenes que devastaban aquella España enfangada de sangre. Se le enterró al día siguiente, 1 de enero de 1937, en el cementerio municipal, entre camisas azules y gritos de "¡presente!" y "¡arriba España!" y al socaire de las miradas recelosas de algunos intelectos serviles.
Quizás Unamuno murió a tiempo, antes de que le pegaran un tiro por "rojo" y "traidor"; no en vano fue siempre un liberal a la vieja usanza, y que, en aquellas circunstancias, ni casaba con "los hunos, ni con los hotros" -tal y como escribió en algunas de sus últimas cartas y manifestó a cuantos pudieron oírle tras la asonada criminal refiriéndose a "las dos Españas" enfrentadas-. "No estoy ni con los fascistas ni con los bolcheviques", puntualizaba. Fue un individualista independiente en acción y en pensamiento, "un vasco recio con vocación de castellano"; solitario, criticón, pendenciero y cascarrabias; en definitiva, una especie de pastor luterano, moralista y monologante, pródigo en rapapolvos y sermones. Había llegado a Salamanca por casualidad, en 1891, para ocupar la cátedra de lengua griega en la Universidad. Se enamoró de la ciudad, de aquel "alto soto de torres", y allí se quedó. Y desde Salamanca alcanzaba el mundo entero con sus artículos feroces, traducidos a varias lenguas. Se declaraba antimonárquico impenitente; lo temían los Borbones y los militares. El dictador Primo de Rivera lo desterró a Fuerteventura por su crítica temible; escapó a París y cuando regresó a España, lo hizo como gloria nacional. Padre de la II República, pronto se rebeló contra ésta cual descastado y desencantado de ella: a Azaña no podía ni verlo.
Don Miguel era también escritor de novelas -o nivolas-, tan hieráticas que sus personajes parecen ideas. Hombre, en suma, de torturas interiores, iracundo y vehemente, de verbo descontrolado y proclive a tener siempre la razón. Y acaso la tuvo más que nunca durante aquel paradójico y último semestre de su vida: el periodo que reconstruye el veterano escritor Luciano G. Egido (Salamanca, 1928) en este libro admirable e imprescindible.
En aquella Salamanca en guerra, cuartel general de la "Nueva España", en donde el terror campaba por sus fueros, Unamuno se vio más solo que nunca. Los republicanos lo habían destituido de su cargo de rector vitalicio de la Universidad de Salamanca por "traidor y fascista", cuando éste saludó el golpe militar creyendo que los militares se alzaban para salvar la República. Al poco, los franquistas lo repusieron de nuevo en su cargo de rector, nombrándole además concejal, pero también éstos volverían a destituirlo tachándolo de "envenenador" y "celestina", así como de "nuevo Erasmo" por alborotar las conciencias; y ello, a raíz del enfrentamiento del viejo profesor con lo más señero de la caterva franquista en el Paraninfo de la Universidad, con ocasión de los fastos del recién inaugurado "Día de la Raza", el 12 de octubre.
Unamuno, representante de
Franco en el acto, a esas alturas ya más que asqueado de los militares y de sus crímenes, aquel día no tenía intenciones de hablar, pero no pudo contenerse tras escuchar a varios oradores -José María Pemán, entre otros- y sus extravagantes discursos de exaltación patria. En las manos sostenía una carta suplicante de la viuda de su amigo Atilano Coco, encarcelado y pronto sentenciado a muerte "por masón"; sobre aquel papel cuya insolente verdad le pesaba en el corazón tomó unas notas con las que hilvanó el argumento de su estallido. En medio de uniformados y fanáticos se atrevió a espetarle a los presentes su célebre "vencer no es convencer", y al general Millán Astray, que él, un mutilado, carecía de la gloria del "manco de Lepanto", Cervantes. Entonces el afamado "caballero legionario", loco de furia y desenvainando el sable gritó: "¡Viva la muerte!" y "¡abajo los intelectuales!". Armándose un alboroto; falangistas, militares, legionarios, profesores, a punto estuvieron de linchar allí mismo al desabrido crítico y tuvo que ser la esposa del general Franco quien, amparándolo con sus escoltas personales, lo condujese hasta el coche que lo llevó a casa. Hasta su muerte, Unamuno cayó en desgracia y quedó proscrito; vivió aislado y esperando a que cualquier día lo asesinaran. Pero Franco rehusó manchar más su mala imagen internacional con la muerte violenta de aquella conocida figura europea, ¡ya bastaba con un Lorca! Así que Unamuno continuó sus días medio confinado en casa, vigilado por la policía. Aunque pensando ya en la muerte, escribía poemas a la nada y a Dios y tomaba notas para un utópico libro postrero titulado Sobre el resentimiento trágico de la vida, en el que quería plasmar con razones y palabras su horror y repudio viscerales a aquella escabechina, auspiciada, según él, por la "locura frenopática" de los españoles. Nunca lo terminó.
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