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Columna
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Identidad

Rosa Montero

Al leer el irregular libro Dos vidas, del angloindio Vikram Seth, he vuelto a estremecerme con el testimonio de las torturadas vivencias de los judíos alemanes durante el nazismo. Desde luego el genocidio del Tercer Reich no fue la mayor carnicería del siglo XX (Stalin asesinó a muchos más en cifras absolutas y Pol Pot ganó en cifras relativas), pero la ficticia racionalidad del nazismo, la profusión de leyes amparadoras del horror y el meticuloso orden con que se implantó el caos, hacen que aquel tiempo de plomo tenga un ingrediente especialmente perverso.

Pensando en todo esto recordé que, hará dos o tres años, publiqué un artículo sobre el maravilloso libro de Víctor Klemperer La lengua del Tercer Reich, en donde el filólogo judío, con una humanidad y una hondura conmovedoras, relataba su experiencia bajo Hitler. Y recordé también que recibí un par de cartas de lectores en las que se me recriminaba por hablar "en estos momentos" de los sufrimientos de los judíos bajo el nazismo, porque podía parecer que me ponía de parte de "ellos" en sus atrocidades contra los palestinos. Como yo ni mencionaba el conflicto de Oriente Medio, encontré la argumentación disparatada. De hecho, creo que es otro ejemplo de ficticia racionalidad. De los estragos que el dogmatismo produce en el cerebro.

Sospecho que la fobia anti-israelí se está convirtiendo en la nueva seña de identidad de cierta pseudo-izquierda. Antes, esa marca colectiva era el castrismo: había que apoyar a Fidel para ser suficientemente progre. Pero Castro ha desbarrado tanto que ya no sirve para el examen de buena conducta. Así es que ahora, para ser aprobado por el grupo, hay que odiar a los israelíes furibundamente y sin matices. Desde luego resulta consolador poder concentrar toda la maldad del mundo sobre los hombros de alguien. Y desde luego el Estado de Israel lo pone muy fácil con sus constantes abusos criminales. Unos abusos que sin duda hay que denunciar, porque siempre hay que estar de parte de las víctimas. Por eso, cuando alguien dice, amparándose en la excusa que sea, que ahora no se debe hablar de "aquellas víctimas", se me ponen los pelos de punta. Porque suena a lenguaje de verdugos.

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