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TIROS LIBRES | Baloncesto | Liga ACB
Columna
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Sobre la autoridad

Imaginemos que te encuentras en una oficina haciendo un informe sobre, pongamos por caso, el futuro de la televisión en España. El trabajo es complejo, y a ti te ha tocado un tema estrella: los programas del corazón. El jefe ha reunido a todo su equipo anteriormente y ha dado las líneas maestras de lo que quiere, repartiendo la tarea.

Te vas a tu sitio y empiezas a escribir. De repente, cuando sólo llevas una línea, unos gritos te sobresaltan. Levantas la vista del ordenador y te encuentras a tu superior a un metro tuyo gritando que lo que has escrito no le gusta. Borras la frase y escribes otra. El resultado es el mismo. Pongas lo que pongas tu jefe sigue allí y no para de dar voces, que por supuesto las escuchan todos. El chaparrón no cesa nunca. ¿Alguien sería capaz de conseguir trasladar sus ideas y rendir adecuadamente en ese ambiente tan opresivo y falto de confianza en tu criterio?. Seguramente no. Esta situación se reproduce semana a semana en unos cuantos campos deportivos.

Algunos entrenadores, por no sé muy bien qué principio de autoridad, se creen en el derecho de gritar, abroncar, mostrar públicamente su descontento, reprimir y dirigir hasta las últimas consecuencias las evoluciones de sus hombres. No respetan los raciocinios ni decisiones propias de los jugadores y tampoco se plantean que con sus reprochen están apuntando y señalando culpables. Bajo el paraguas de "entrenador de carácter" se permiten licencias que sobrepasan con mucho las atribuciones que les corresponden. Además en muchos casos se sienten respaldados por el tópico que señala al deportista como alguien que siempre necesita ser metido en cintura, por lo que a mucha gente les parece razonable y hasta conveniente estas explosiones de ira. La escuela yugoslava ha dado buenos ejemplos de éstos. La española tampoco está vacunada contra ellos. Ciñéndonos a la liga ACB, Dusko Ivanovic es su mejor exponente.

La jerarquía de un entrenador se limita al terreno profesional. El piensa, diseña y decide y el jugador debe obedecer sus indicaciones. Ahora bien, en el terreno personal, este orden vertical no debería existir. Porque tanto respeto merece el trabajo de unos como de otros. Cuando hablamos de trato humano, entrenador y jugadores tienen los mismos deberes en cuanto a su comportamiento. La jefatura no te exime de su cumplimiento ni autoriza pasadas como las que observamos con demasiada frecuencia.

Una cosa es la intensidad, la muestra de emociones y el deseo de motivación y otra muy distinta es emprenderla a indisimulados reproches carentes de la más mínima educación. No sólo eso, sino que cada vez más se sabe que existen otras vías, otros métodos mucho más eficaces. Los gritos no aseguran la atención, sobre todo cuando son constantes. Las amenazas no traen siempre consigo la motivación.

Los errores no deben obedecer por decreto a falta de respuesta profesional. Y por encima de todo, la dureza en el trato, la inflexibilidad en las ideas, el pensar que todos deben saltar con iguales resortes y una constante presión no tienen como respuesta una adhesión inquebrantable a la causa. Y ahí está el quid de la cuestión. Sin esta adhesión, ya puedes dejarte la garganta y la salud, que nunca se conseguirán los objetivos.

Afortunadamente otros entrenadores han elegido otro camino. Pepu Hernández o lo que hemos visto hasta ahora de Joan Plaza son dos buenos ejemplos. El de buscar el convencimiento del jugador hacia la validez de sus ideas, la igualdad de trato y oportunidades y la importancia del factor humano. Sin grandes voces, sin necesidad de aspavientos, sin ruidosas reivindicaciones de su poder. Y sobre todo con el mayor de los respetos hacia el jugador. Que por muy bien o mal que lo haga, se lo merece siempre.

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