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El bricolaje como solución

Resulta casi natural que en el proceso en curso para la desaparición de la violencia política en el País Vasco se utilice ampliamente la ambigüedad. Son las formulaciones vagas, que permiten una múltiple lectura, las que engrasan los procesos de ese tipo. En primer lugar, porque mantienen la esperanza de las partes de obtener satisfacción a sus pretensiones (crean incentivos); en segundo, porque evitan la reacción de rechazo que se produciría entre el público representado en caso de presentársele formulaciones que, de puro claras, resultasen inasumibles (mantienen el consenso).

Dicho lo anterior, conviene también recordar que, tarde o temprano, al final del proceso esperan inexorables los puntos de conflicto que desde el principio estaban ahí. Puntos de conflicto y de solución que se alzan en términos fatalmente contradictorios. Por un lado, la autodeterminación (semánticamente dulcificada como "derecho a decidir") y, mucho más atenuada, la territorialidad (inclusión de Navarra y los departamentos franceses); por otro, la legalidad constitucional y los límites que ésta impone a cualquier reforma estatutaria. Es muy tentador (y existen síntomas elocuentes de que por ahí van las preferencias socialistas) buscar la solución mediante la extensión de la anfibología, de forma que la contradicción se resolviera, como por arte de magia, en un pacto final ambiguo.

Un pacto ambiguo es aquel que permite incluir en una frase los dos cuernos contradictorios de un problema, utilizando como pegamento algún tipo de conjunción adverbial poco definida: "A pero no A", "A sin perjuicio de no A", "A en los límites de no A". Pacto ambiguo es también aquel que esconde la contradicción distinguiendo entre esencia y existencia (ya decían los escolásticos que cuando te topas con un problema irresoluble debes introducir una distinción). Por ejemplo: "el derecho se posee pero no se ejerce", "se obedece pero no se cumple". Y, en forma más ratonera, solución ambigua es la de aceptar la definición inaceptable poniéndola en el preámbulo del texto, o escribiéndola con minúscula.

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Es cierto que hay una que pudiéramos llamar tradición de ambigüedad española. La Ley de 25 de octubre de 1839 que siguió a la primera guerra carlista "confirmó los fueros de las Provincias Vascongadas sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía", formulación que ha sido unánimemente considerada como un monumento a la ambigüedad (Tomás y Valiente), pero que en apariencia permitió cuarenta años de foralidad pacífica. Aunque necesario es reconocer que tal éxito, tanto o más que de la ambigüedad del pacto, derivó del buen funcionamiento del amiguismo político entre moderados vascos y madrileños (Portillo Valdés). Más tarde, la Disposición Adicional Primera de la Constitución de 1978 de nuevo recurrió a la ambigüedad (como criticó García Pelayo) para "amparar y respetar los derechos históricos de los territorios forales" (esencia) pero "sometiendo su actualización (existencia) al marco constitucional". Una cláusula internamente aporética con la que se pretendió contribuir a la pacificación de Euskal Herria, incorporando al nacionalismo vasco al consenso constitucional. En ambas metas el fracaso fue absoluto, sin perjuicio de la utilidad técnica que haya tenido la cláusula para fundamentar aspectos peculiares de la autonomía vasca.

Esta reiteración española en la vía de la ambigüedad creativa contrasta llamativamente con la posición adoptada por otros países sometidos a problemas similares. Me refiero al caso de Canadá, que, ante reivindicaciones secesionistas de planteamiento muy similar a las del nacionalismo vasco, ha recurrido precisamente a la fórmula de la claridad. Mediante consulta al Tribunal Supremo y posterior legislación ad hoc, Canadá ha admitido la posibilidad de una secesión y ha regulado su práctica con normas generales (no bilaterales) y prudentes (formulación de las preguntas, mayorías, negociación, efectos, etcétera). De esta forma se pone a cada actor político ante sus propias responsabilidades y se encara por derecho una reivindicación secesionista amparada con mucha frecuencia en la propia ambigüedad de los términos utilizados. Y es que los estudios de opinión realizados, tanto en Canadá como en Cataluña o Euskadi, ponen de manifiesto que la utilización de términos no ambiguos ("secesión" o "independencia" en lugar de "autogobierno" o "derecho a decidir") disminuye sensiblemente el apoyo a las posiciones nacionalistas.

A la vista de nuestra historia de fracasos, así como de la experiencia comparada, la pregunta obvia sería: ¿por qué razón la claridad parece imposible en el caso español y por qué nuestras élites políticas optan una y otra vez por condenarnos a la ambigüedad como único y resignado modus vivendi? La respuesta daría para largo, y me limito a apuntar algunas de las razones que a mi juicio confluyen para explicarla. En primer lugar, la de que en el fondo no nos tomamos la democracia en serio, en el sentido de someternos a sus consecuencias obligadas en el tema nacional. Entre ellas descuella la de que no puede excluirse constitucionalmente la posibilidad de que una parte de la población quiera secesionarse del resto.

Este hecho será sin duda un fracaso de la convivencia, será un ultimum subsidium, pero es un hecho y hay que regularlo en forma accesible para la minoría afectada. En un Estado de Derecho los hechos desagradables no se esconden, sino que se normativizan.

Pero, en segundo lugar, abona nuestra hispánica postura el exagerado tacticismo que domina a nuestros líderes políticos, cuyo horizonte más lejano no parece ir más allá de las dos próximas elecciones generales. Se está abordando la reestructuración territorial de la nación, sí, pero con la vista puesta sobre todo en el juego de los bloques de poder.

Y sobre todo, aunque duela comprobarlo, hay un derrotismo asumido en quienes parecen creer que el único futuro posible ante el empuje nacionalista es darle largas y demorar lo inevitable. Confiar en la ambigüedad y en que, quizás, el desarrollo de Europa nos evite una disgregación escandalosa, o la difumine un poco. Al final, y como en tantas otras cuestiones, no se trata sino de la acreditada política de pasarles la pelota a nuestros hijos.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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