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Columna
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La doble visión del final

Hay dos formas de concebir el final de ETA en la política española. Para simplificar, vamos a decir que una de ellas la encarna el Partido Popular y la otra el PSOE. Para el PP el fin de ETA-Batasuna hay que afrontarlo utilizando exclusivamente medidas judiciales y policiales.

Se trataría de aislar, privándole de apoyos políticos, al corazón armado de la hidra y de acabar con él, con lo que se daría fin a la insurgencia vasca, al conflicto vasco y a toda otra serie de fabulaciones, que se verían obligadas a acogerse para subsistir a los cauces ordinarios de la política democrática. Se abrigaría además la esperanza de que la liquidación del delirio conllevaría un cierto baño de realismo entre la ciudadanía, con la consiguiente pérdida de influencia de la ideología nacionalista, al menos en su vertiente más radical y soberanista. La política antiterrorista de la segunda legislatura de Aznar habría estado a punto de alcanzar el primero de los objetivos -el de aislar y dejar herido de muerte el corazón armado del monstruo- y convendría perseverar en el empeño para culminarlo y para apreciar los efectos derivados del desinfle del globo nacionalista.

Para los seguidores del PP, cualquier acuerdo con el brazo político de ETA siempre responderá a una cesión
Nos habríamos dado con un canto en los dientes hace veinte años si ETA hubiera condicionado su disolución a esos puntos

Desde esta perspectiva, tanto la tregua permanente declarada por ETA, como el actual proceso de paz derivado de ella, responderían a un repliegue provocado por una necesidad de respiro y de reorganización, sin que hubiera que excluir el cálculo de aprovechar la oportunidad, si se diera, de conseguir sus objetivos a través del diálogo y de salir triunfantes y airosos de una situación cercana a la liquidación definitiva y a la derrota.

La otra visión del fenómeno, la del PSOE, no resulta tan fácil de definir. Comparte con la anterior el diagnóstico de la debilidad actual de ETA, así como la consideración de la importancia que las medidas policiales y judiciales hayan podido tener en ese debilitamiento. Pero creo que disiente de aquélla en dos puntos importantes. En primer lugar, en la valoración de los efectos desestabilizadores, no sólo criminales, de una agonía que podría ser más larga en el tiempo de lo deseable. Y en segundo lugar, en la apreciación de la importancia de la raigambre social del fenómeno ETA, vanguardia armada de una ideología compartida por algo más de la mitad de la población y que no ha perdido predicamento por el horror; una ideología a la que la banda le ha transmitido además su aliento más radical cuando se han abierto las expectativas de su disolución definitiva.

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En la última década, a una mayor y progresiva debilidad de la organización armada le ha correspondido una mayor radicalización del nacionalismo en su conjunto, y no parece que, una vez desaparecida la banda, aquél vaya a desactivarse ni a renunciar por la sola fuerza de los hechos a sus objetivos máximos. Tampoco a posibles intentonas democráticas, fundadas en su peso electoral y social, de modificar el marco jurídico-político actual, intentonas propiciadoras de un victimismo muy fructífero para su causa, dada su formidable penetración social y el simplismo de unos postulados de fácil encaje, basados en la legitimidad del querer y en la fuerza de la mayoría.

Desde esta segunda perspectiva, el diálogo con la banda, justo en su momento de mayor debilidad para sellar su disolución, respondería a una doble necesidad y tendría que culminarse con una doble virtud. Nos ahorraría un sufrimiento y una enfermedad que aún podrían durar años, y debería alcanzar un horizonte de estabilidad política que alejara el fantasma del soberanismo hacia tiempos más plácidos y que evitara la fractura social y política del país en dos bandos: el de los vencedores (los nacionalistas) y los vencidos (los demás).

Es una tarea arriesgada, sin duda, aunque nunca antes hayan coincidido unas circunstancias tan apropiadas para emprenderla como las actuales, dada la perceptible debilidad del universo ETA-Batasuna y la presente moderación del nacionalismo institucional -salvando a los dos partidos maceros, Eusko Alkartasuna y Ezker Batua, más radicales que nunca-. Tarea, además, de difícil comprensión para quienes comparten la visión del PP sobre el asunto.

Para éstos, cualquier acuerdo con el brazo político de ETA siempre responderá a una cesión, conclusión a la que nunca llegará Batasuna, para la que constituirá un logro aunque lo acordado sea una nadería. Porque, si es cierta la información que ofrecía hace unos días un periódico nacional de que el acuerdo gira en torno a la creación de una eurorregión (¿no tenemos ya una eurociudad en el mismo territorio?), o de un organismo de cooperación con Navarra (que dependerá de la decisión de los navarros), ¿quién es el que cede? ¿No nos habríamos dado con un canto en los dientes hace veinte años si ETA hubiera condicionado su disolución a esos dos puntos?

Queda, eso sí, el derecho a decidir. ¡Ah, el derecho a decidir! Claro que si lo remitimos ad calendas graecas...

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