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Columna
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El estado de las cosas

Sorprendente el discurso de Ratisbona del papa Benedicto XVI. Creo que es un texto capital, posible preámbulo de las futuras emociones que nos puede deparar este papa. No sólo revela una capacidad intelectual de primer orden, sino una ambición catequética que modifica de manera sustancial la orientación del discurso eclesial de las últimas décadas. Y tengo la impresión de que ese texto está escrupulosamente medido, es decir, de que el papa no ha metido la pata con sus alusiones al islam. Podrá pedir perdón ante las iras desatadas por un supuesto malentendido, pero no creo que esté dispuesto a corregir el texto. Tampoco estoy de acuerdo con quienes opinan que el discurso tenga como finalidad un rearme moral de Occidente frente al islam. La preocupación de Benedicto XVI por esa religión me parece secundaria; lo que le preocupa es el cristianismo, especialmente el catolicismo. Y si recurre a la anécdota de la conversación de Manuel II Paleólogo es porque la considera un buen punto de partida para tratar del problema crucial de las relaciones entre fe y razón, asunto clave en el que certeramente ve dirimirse el futuro de la religión en tanto tal religión, a la que ve ya relegada a la condición de subcultura. El peligro para la religión no está en el islam, sino en la razón ilustrada occidental, que la expulsó de su ámbito, del de la verdad, limitándola al ámbito de la razón práctica. La ambición de Benedicto XVI va dirigida a recuperar para el catolicismo ese lugar central en la racionalidad, lugar que reivindica históricamente para ella. Y lo hace remontándose a un fundamento, el platonismo, que considera común a la razón científica y al cristianismo. Su asalto a la razón no pretende hacerlo contra la razón ilustrada -¿como quizá quiere hacerlo el islam?-, sino atribuyéndole en ella a la religión el lugar que cree que le corresponde, el de la verdad. Una tarea problemática, aunque sin duda apasionante, que puede ocupar el debate ideológico de los próximos años.

Se le ha reprochado a Benedicto XVI escasa perspicacia política por no haber calculado las posibles consecuencias políticas derivadas de una referencia que podía haber evitado sin que por ello se modificara lo sustancial de su discurso. Hay quienes, por el contrario, le reprochan precisamente una intencionalidad política clara y sitúan su referencia islámica en plena línea de combate al servicio de la revolución neoconservadora. Tengo la sospecha de que la política no se halla en el primer plano de sus preocupaciones, como tampoco la sociología, y que quizá nos convenga remover viejos criterios para vislumbrar el alcance del discurso papal. De hecho, las palabras de Manuel II de que a Dios no le agrada la sangre, palabras que el papa hace suyas, podrían llevar también implícita una crítica a la política neocon de imponer nuestra civilización -cristiana- por las armas. No, a Benedicto XVI lo que le interesa es la metafísica, y trata de conducir el debate ideológico a ese terreno. Y de la victoria en ese campo podrían beneficiarse todas las religiones, incluido el islam. Su aportación al conservadurismo reside en ese asalto a la razón ilustrada, que debe ser revisada, en ningún caso anulada. Desde esta perspectiva, tendrá más importancia para el debate ideológico del futuro la pugna entre, por ejemplo, la teoría del intelligent design y el darwinismo que las tradicionales disputas de raíz economicista o social.

Es en ese contexto de desplazamiento del debate ideológico, cuyas repercusiones en la geopolítica se producirán de manera diferente a las hasta ahora habituales, donde deberemos emplazar nuestro problema autóctono, un problema residual tanto en sus planteamientos como en sus manifestaciones. Ciencia y religión se alían, aunque enfrentadas, en su ataque al relativismo, en el que hallaban su caldo de cultivo natural etnias, pueblos y subculturas. Si el conflicto de nuestros amores todavía encontraba un lugar bajo el sol en los presupuestos ideológicos del pasado siglo, quizá esté empezando a convertirse en una simple anécdota. Una prueba de ello puede ser nuestra actual indiferencia, obra sin duda del hastío, aunque también de una modificación real de nuestro horizonte problemático. ¿No les sorprende el escaso éxito que están teniendo las movilizaciones de Batasuna por asuntos tan sensibles como la liberación de sus presos o la autodeterminación? Compárenlas con las que por los mismos motivos se convocaron en la transición y saquen las conclusiones pertinentes. Entre las expectativas del final de esta historia, ¿no nos habíamos imaginado todos un escenario muy distinto?

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