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Columna
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La independencia de Don Emilio

Ansiamos la independencia. Todo joven desea alcanzar la mayoría de edad para abrazarse a la vieja quimera y ser independiente, por lo menos de manera presunta. Don Emilio R.G. también lo era, y mucho. Era famoso por su independencia. Vivía solo en una portería de la calle Serrano de Madrid. "Soy el viejo con más clase del barrio de Salamanca", cuentan que bromeaba. Desde hace cuatro meses convivía (habría que decir que conmoría) con su propio cadáver, sin otra compañía que su cuerpo presente en galopante estado de descomposición. Después de cuatro meses sin que nadie, ni siquiera su hija, preguntara por él, fue hallado muerto dentro de su casa, encima de su cama, decidido a no descolgar el teléfono bajo ningún concepto. Su hija asegura que le telefoneó unas cuantas veces, puede que dos o tres en cuatro meses, pero el viejo obstinado no hizo siquiera amago de aproximarse al auricular. Hay ancianos tozudos y de una independencia kamikaze, pertinaz y suicida. Cada semana, cuentan los que conocen este asunto, aparece en cualquier ciudad del país un don Emilio mudo, inamovible, terco y muerto en su cueva.

La independencia, la mía y la de ustedes y la de don Emilio, es una posesión evanescente, relativa y variable como el clima. Uno puede acostarse independiente, irse a la cama en forma de nación soberana y levantarse, sin saber bien ni cómo ni porqué, transformado en modesta colonia o microscópico protectorado. Esta metamorfosis (al lado de la cual el relato kafkiano que protagonizó Gregorio Samsa es un cuento infantil) se convierte en hipótesis cada vez más plausible a medida que avanza nuestra edad. Vamos acumulando papeletas en la rifa de los alambicados infartos cerebrales, los insondables parkinson y alzheimer o las modestas y a menudo fatales roturas de cadera.

De pronto un ciudadano independiente, un viejo o una vieja independiente, acostumbrado a hacer de su capa un sayo, se convierte en un ser que necesita ayuda, apoyo, compañía, cuidados. En nuestra sociedad ese será el gran tema, la gran asignatura a superar, la de los ciudadanos dependientes a causa, sobre todo, de nuestra cada vez más larga residencia en la tierra.

Ahora mismo, más de un millón y medio de ancianos españoles son incapaces de valerse solos. Y ni las residencias, escasas y costosas, ni la teleasistencia ni los parcos programas de ayuda sirven para asistir a los desasistidos que se multiplican. Este mismo periódico informaba la semana pasada de que cuatro millones de mayores de 65 años se quedan sin cuidadores en vacaciones. Agosto, ya se sabe, es un mal mes, únicamente bueno para la hostelería.

Y, lo que son las cosas, a los vascos parece que les preocupa más la independencia de su pequeño país que su más que posible futuro como ancianos y ancianas, vascos y vascas dependientes a los que alguien tendrá que asistir. Según un estudio realizado por la UPV, el independentismo y el federalismo han crecido de manera incesante en los últimos treinta años. El autonomismo, que hace tres décadas era la segunda opción elegida por los ciudadanos de esta comunidad, ha pasado a ocupar la tercera casilla. Federalistas e independentistas ocupan las primeras posiciones.

Muchos vascos y vascas parecen persuadidos de que alguien o algo les impide alcanzar y disfrutar su mayoría de edad y, consecuentemente, disfrutar de su ansiada independencia. No depender de nadie, se supone, es ser independiente. Depender de uno mismo. Decidir nuestro propio futuro. Suena bien. Gobernar nuestro propio presente igual que don Emilio (don Emilio R.G.) gobernaba su vieja portería de la calle Serrano incluso cuatro meses después de muerto. ¿Y los muertos? ¿De quién depende un muerto? ¿Qué independentzia tienen los cadáveres? Es difícil saberlo porque ningún difunto se aviene a contestarnos. Los muertos, creo que ya lo he escrito, son tozudos, auténticas cabezas de alabastro.

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Las edades del hombre son así. Supongo que también en lo tocante a la organización política funcionamos de modo parecido. La autonomía se ha desarrollado. Fue adolescente y ahora, mayor de edad, sueña con independizarse. La vejez no aparece en su horizonte. La dependencia es menos que un fantasma. Don Emilio se puede estar muriendo cuatro meses en su piso de la calle Serrano. Pero estas cosas pasan solamente en Madrid.

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