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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Si una noche de invierno un peregrino...

Marcos Ordóñez

Campanadas a medianoche en Almagro y en el TNC gracias a la Royal Shakespeare Company y su maravillosa, jovial y emocionante puesta en escena de Los cuentos de Canterbury: seis horas, divididas en dos jornadas, que pasan como un soplo (huracanado), un verdadero festival de estilos y tonos a cargo de una compañía vitalísima y conjuntada al milímetro. Aquí, en la posada de Tabard, en Southwark, hay de todo y para todos los gustos: amor cortés y escatología, vírgenes sacrificiales y frailes licenciosos, canciones y bailes, luchas a espada, marionetas, sombras chinescas, slapstick de cornudos y, por encima de todo, una voz, la voz primera de la lengua inglesa, la voz de Geoffrey Chaucer (1343-1440) retratando su país, sus clases sociales, sus pasiones y miedos, sus anhelos sagrados y profanos. En ruta hacia la tumba de Thomas Beckett, en la abadía de Canterbury, los peregrinos van a recordarnos que los cuentos se inventaron para reír, llorar o temblar; para, en definitiva, ayudarnos a pasar la noche. Maese Chaucer organiza la velada y, al igual que su nieto Shakespeare, pilla de todos lados: de Boccaccio, del Roman de la Rose y de las leyendas populares. Más allá de sus dotes narrativas, de su alquimia de humor y realismo, de su control del diálogo, la modernidad esencial del abuelo es pura astucia moral: se deleita con lo que aparenta condenar, y hace que los narradores se retraten por lo que cuentan, como si no fuera con él la cosa; como si se limitara, el puñetero, a ser un humilde atrapavoces. Henry James medieval, Chaucer juega perversamente con el punto de vista: el truculento apólogo antijudío nos escandalizaría si no estuviera en boca de la dogmática Priora, del mismo modo que adjudica al taimado vendedor de indulgencias la parábola sobre el inútil combate entre los rufianes de Flandes y Madame la Mort, o, todavía más sofisticado, redobla el horror de las torturas de Griselda al elegir como narrador a un estudiante fascinado por la belleza del verso pero insensible ante su sádico contenido. A veces, como en este último caso, "interviene" para abrir los ojos de su público, aconsejando a las esposas "mostrarse independientes ante los maridos crueles, estúpidos o empecinados"; otras, por el contrario, permanece en lo alto del árbol, como el gato de Cheshire, dejando que saquemos nuestras propias conclusiones por la mera yuxtaposición de los relatos: tras el episodio de la casta Virginia, decapitada por su padre para que no pierda la honra, muy a la española, llega el extraordinario monólogo de la mujer de Bath, una Moll Flanders del siglo XII, insaciable buscadora de placeres, con cinco maridos a sus espaldas, dominada pero a la postre siempre dominante. El adaptador Mike Poulton ha hecho un trabajo admirable a la hora de mantener ese juego prismático y servirnos un inglés arcaizante pero modernizado en aras de la fluidez y la comprensión del texto. La escenografía de Michael Vale es un simple rectángulo de hierba fresca presidido por un cabalístico árbol de oro, donde una leve estructura de madera hace las veces de cárcel, molino, mesa de taberna, lecho o catafalco. Los tres directores (Gregory Doran, Rebecca Gatward y Jonathan Mundy) se reparten las piezas y juegan con imaginativas variantes: las más aplaudidas fueron la fábula del gallo Chantecleer y el zorro halagador, convertida en función de títeres con un insólito coro de gallinas cantando country, y el episodio del rey Topacio, en el que Chaucer se autoparodió: interrumpido por el posadero, que no soporta sus pésimas rimas, el actor Mark Hadfield troca su trova en un rap cuyo ritmo acaba contagiando a toda la compañía. Y menuda compañía: veinte actores y actrices que doblan y triplican personajes, que "llegan" hasta la última fila sin forzar la voz ni perder matices, y que dan la impresión de estar pasándoselo bomba sin refregarnos por las narices su mucho esfuerzo. A veces uno tiene la impresión de que son superiores a su material, porque no todo Chaucer es orégano: las tramas de cornamenta son divertidas, impecablemente escenificadas -el juego de camas del molinero y los dos bachilleres- pero, para mi gusto, delgaditas y reiterativas. Los episodios "nobles" tienen muchas más gamas, y en su puesta en escena se advierte la rotunda impronta que dejó Peter Brook en el trabajo de la RSC. Mis favoritos son el precioso Cuento del Caballero, en torno a la rivalidad entre Palamon y Arcite, príncipes de Tebas, por el amor de la bella Emelye (que inspiraría The Two Noble Kinsmen, "lo último" de Shakespeare y Fletcher), o el dilema de la dama Doringen (también pillado de Boccaccio), una apoteosis del amor cortés y el buen sentido, con ese hermosísimo momento, que Rambal hubiera firmado, en el que el doliente Aurelio danza con la sombra de su pasión. Cada quien, por supuesto, tiene sus greatest hits: es una pena, ya metidos en esa harina soberana, que se cepillen en un pispás el cuento milyunanochesco del rey Cambyuslan y su caballo mágico, y la espada que cura las heridas, y el espejo que anuncia desgracias futuras, y el anillo que desvela el lenguaje de las aves (párenme o sigo), y en plan martirologio sacro es más suculento el triste fin de santa Cecilia, narrado por la segunda monja, que el del Tarsicito apiolado por los judíos, que aquí nos suena demasiado a posguerra nacionalcatólica. Tampoco veo en el Chaucer un tanto simplón de Mark Hadfield al poeta, al diplomático, al brillante cortesano, pero esas pegas se esfuman al evocar el electrizante salmo final, y la delicadeza de cierva en el cepo de Katherine Tozer, que es Griselda y Emelye y Virginia y sería una Justine ideal para el Marqués de Sade, y la imponente autoridad de Paola Dionisotti (la Priora y la anciana que ama al joven violador), y la carcajada dionisiaca de Claire Benedict, la mujer de Bath, y el empaque cervantino del Caballero (Christopher Saul), que a la tercera frase ya nos ha teletransportado al país de todos los cuentos. Bravo, bravísimo por esta compañía, y por quienes han hecho posible su visita.

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