Memorias en lugar de memoria
A POCO QUE se rasque por debajo de la superficie de las palabras surgen enseguida los equívocos sobre los que se construyen algunas políticas. El hecho de coincidir el 75º aniversario de la República y el 70º de la Guerra Civil ha dado lugar a una abrumadora exigencia de recuperar algo que se llama memoria histórica, desaparecida bajo una losa de olvido. Hasta un famoso historiador británico, Anthony Beevor, autor de una historia de la Guerra Civil que pasó inadvertida hasta que, gracias al trabajo de decenas de investigadores españoles, pudo emprender una segunda versión de éxito, nos exhorta a levantar el manto del silencio. Uno más en la larga y cansina serie.
Ante semejante clamor, lo primero que se ocurre es preguntar inocentemente: ¿qué es memoria histórica? ¿Es un tesoro que, perdido en algún naufragio, se puede recuperar? ¿Es un objeto sobre el que se deba legislar? ¿Es, puesto que siempre se habla de ella en singular, una y la misma para todo el mundo? Sería imposible formular estas preguntas si memoria histórica fuera algo más que una metáfora para designar un relato sobre el pasado que, a diferencia de la historia, no está construido sobre el conocimiento o la búsqueda de la verdad, sino sobre la voluntad de honrar a una persona, proponer como modélica una conducta, reparar moralmente una injusticia. La memoria histórica se plasma en relatos construidos con el propósito de reforzar la vinculación afectiva de la persona o grupo que rememora con hechos del pasado que mantienen algún significado para su vida presente.
No es, por tanto, un acto de conocimiento, sino de voluntad: pretende llenar de sentido el presente trayendo a la conciencia un hecho del pasado. Ocurre, sin embargo, que en la construcción de sentido del pasado, sobre todo si es traumático, olvidar es tan necesario como recordar. Por eso, no hay memoria histórica sin olvidos voluntarios. Si un comunista quiere hoy exaltar el valor de su lucha por la democracia se verá obligado a pasar por alto los duros combates emprendidos por otros comunistas contra la democracia; si un cristiano quiere conservar una memoria histórica de fraternidad universal tendrá que atribuir a circunstancias ajenas a su fe las despiadadas quemas de herejes y disidentes por otros cristianos. Por eso, del recuerdo de estas cosas se prescinde cuando se pretende construir una trama de sentido con materiales del pasado.
Por eso también, nunca podrá haber una memoria histórica, a no ser que se imponga desde el poder. Y por eso es absurda y contradictoria la idea misma de una ley de memoria histórica. ¿Qué se legisla? ¿El contenido de un relato sobre el pasado? El empeño no sólo carece de sentido, sino que revela una tentación totalitaria: no puede elaborarse un único relato sobre el pasado porque ningún pasado -menos aún el de luchas a muerte- puede conservar idéntico sentido para todos los miembros de una misma sociedad. ¿Una revisión de las injusticias más allá de una declaración moral o de medidas reparadoras? En ese caso, tendrán que venir los jueces, buscar culpables, abrir procesos, llamar a testigos, recoger pruebas, escuchar a fiscales y a abogados defensores, y sentenciar. ¿Sobre hechos sucedidos hace decenas de años?
Lo que se puede hacer en España, en el ámbito político, con el pasado, además de enterrar los tópicos sobre la losa de silencio, la amnesia, la desmemoria, es lo que ya propuso la Comisión Constitucional del Congreso el 20 de noviembre de 2002 cuando recordó que "nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios"; y cuando proclamó el "deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista".
Reconocimiento moral de todas las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura: esa es la única declaración política posible sobre el pasado. Por lo demás, mejor será dejar al cuidado de la sociedad y fuera del manejo instrumental de los políticos la tan asendereada memoria histórica; mejor olvidarse de centros de la memoria y dotar con mayores medios archivos y bibliotecas; mejor renunciar a un relato consolador sobre el pasado y favorecer el conocimiento y los debates sobre la historia. Y si, a la vista del tumulto, es imposible pasarse sin una ley, mejor el plural que el singular: una ley de las memorias históricas, porque, como las personas, que son los únicos sujetos dotados de esa facultad, las memorias son muchas y casi siempre conflictivas.
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