Viajes con Freud
Se publican las cartas viajeras del creador del psicoanálisis
Las tres grandes pasiones de Sigmund Freud fueron el psicoanálisis, la arqueología y los viajes. En 1904 se dirige a Atenas en busca de la Acrópolis. "Viajar tan lejos, llegar hasta allí se me antojaba fuera de mis posibilidades". Freud relaciona ese sentimiento con las estrecheces pasadas en su infancia, pero también con un anhelo de escapar de la presión familiar (como un adolescente en fuga). Para Freud, a esto se une un sentido épico: cuando se llega a lugares lejanos, inaccesibles objetos del deseo, uno se siente "como un héroe que realiza grandes e increíbles hazañas". En 1912, Alfred Freiherr von Winterstein habló en Viena sobre el psicoanálisis del viaje y su raíz psicosexual. Freud no llegaría tan lejos, aunque sí se refirió a las personas que trasladan sus afectos a ciertos lugares. Y en su obra Lo siniestro contó cómo el levantamiento de la limitación sexual, el "retorno involuntario", lo "inquietante", se produce en su caso en una pequeña ciudad italiana en la que merodea tres veces por la calle de las prostitutas.
El fundador del psicoanálisis viajó a Italia casi 20 veces, huyendo de la "querida prisión" de Viena, su ciudad durante casi 80 años. De esos viajes, recaló en siete ocasiones en Roma, una capital que le producía tanta emoción que la acabó asociando con un "anhelo neurótico". Podía acudir a una treintena de monografías para preparar esos viajes a la capital italiana, según escribe Christfried Tögel en la introducción de Cartas de viaje (1895-1923), el volumen que acaba de editar Siglo XXI en el que se recoge la correspondencia viajera. Muchas veces, las misivas que manda a su familia o amigos son tarjetas postales apresuradas y con comentarios banales -lamentablemente, se perdió el diario de viajes que llevaba-. Pero otras veces, los textos, emocionados y curiosos, muestran a un viajero apasionado por la cultura (en Padua, por ejemplo, visita la palmera plantada en 1585 que inspiró a Goethe su Metamorfosis de las plantas; otra vez se aloja en la Torre Galileo, cerca de Florencia, donde Milton visitó al famoso científico prisionero de la Inquisición). Freud también se deja llevar por los rituales turísticos más populares (arroja una moneda a la Fontana de Trevi y mete la mano en la Bocca della Verità), y tiene tiempo para mostrarse crítico ya entonces, en 1902, con el turismo de masas ("Capri es una doble roca absurda con una pequeña silla de montar en medio, con escaleras y carreteras serpenteantes que llevan hasta lo alto, donde (...) pulula un horrible gentío"). Se queja, en otra parte, de los florentinos y su ruido infernal: "Gritan, hacen restallar los látigos, soplan cornetas en la calle; en resumen, es insoportable".
En sus recorridos nunca iba solo. Viajaba con su hermano Alexander, o su cuñada Minna -la misma con la que Jung y Swales le atribuyeron un romance-, o su discípulo Sándor Ferneczi o, con menor frecuencia, con su mujer, Martha. Y había otro acompañante, las guías Baedeker, las lonely planet de la época.
"Nunca me había sentido tan bien", dice de Roma. Y en Sorrento, donde se instaló en el hotel Cocumella, vuelve a embriagarse con el poder balsámico de Italia, y se sirve para expresarlo de Mignon, un poema de Goethe. "Conoces la tierra donde florecen los limones, / y en el follaje oscuro las naranjas de oro brillan; / un viento suave sopla del cielo azul, / inmóvil el mirto y alto el laurel". Desde la habitación divisa, "de un verde oscuro", naranjos y limoneros "cargados de verdes frutos".
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