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OTRA MIRADA | Alemania 2006
Columna
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El sabor del azar

El Mundial conlleva un aprendizaje del mundo. Opera como un espectáculo de la existencia y como una forma directa de su representación. En el centro de esta doble función dramática se halla el rotundo papel del azar. El azar constituye la secreta ley de nuestras vidas. Gracias a lo que la vida aporta de imprevisible se conjura simbólicamente la seguridad de morir. En cada momento, lo inesperado contrarresta la certidumbre de seguir una línea continua que conduce a la conclusión. La imprevisión, pues, da vida. Y el azar es su materia prima.

Si el fútbol ha llegado a ser por excelencia el deporte de la especie humana se debe a la adecuada proporción de sustancia azarosa que contiene. En el fútbol hay equipos superiores e inferiores, pero al inferior le basta un segundo de oro, un accidente o una injusticia imposible para vencer. De ahí que todos estos días, cuando el árbitro emite el silbido inicial, se pone literalmente en juego no sólo la escenificación del fútbol sino la excitante danza de la incertidumbre. No todos los equipos son iguales, pero cada vez más tiende a decirse que las formaciones se encuentran igualadas. Esta igualación, más ideológica que efectiva, más aparente que real, anima poderosamente el espectáculo. Porque, si cualquiera puede ganar o perder, el fútbol añade a su carácter de entretenimiento y a su entusiasmo local o nacionalista la exquisita especie del azar.

El azar incrementa de manera decisiva el sabor de cualquier empeño. Efectivamente, la tenacidad o el sudor de la camiseta se consideran de un alto valor, pero no es el más admirado ni el que guía con mayor tino a la victoria. Igualmente, la técnica, la táctica y la estrategia suelen acompañar los méritos del líder, pero tampoco son bastantes. Por encima de todo ello y sin importar las demás condiciones, el campeón debe tener suerte. Todos los campeones han sido necesariamente bañados por la fortuna y, siendo este ingrediente algo incontrolable y sin fundamentación interior, ¿cómo no experimentar la idea de que cualquier encuentro podrá quedar saldado con una sorpresa? La máxima gloria de la vida sería, igualmente, toparse con la campanada de la inmortalidad, pero, no pudiendo aspirar a tanto, los cambios de tonalidad, las experiencias inéditas, los ensayos atrevidos confieren un superior acicate.

La máxima gloria de Costa de Marfil sería no ser eliminada nunca, pero en tanto ha vivido el campeonato sus actuaciones sorprendentes le han procurado uno u otro grado adicional de permanencia. Igualmente, la trascendencia histórica del final de este Mundial crecerá exponencialmente de acuerdo a la mayor imprevisión del resultado. Será tanto menos recordado cuanto más se redondee con el triunfo alemán o brasileño. Alcanzará, por contrario, fama inolvidable en la medida que su campeón fuera España, México o Ecuador. La exaltación española de estos días se comunica no con la victoria sobre una pobre Ucrania sino con la sorpresa de ganar holgadamente y la formidable aventura que se abre mediante la bendita promesa de un favorable azar.

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