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Columna
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Juego limpio

Por fin, el larguísimo debate a propósito del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña ha entrado en su recta final, en la campaña previa al referéndum del próximo día 18. Durante las campañas, por regla general, los argumentos políticos se simplifican hasta la caricatura, las críticas al adversario degeneran a menudo en exabruptos y el nivel intelectual de la polémica tiende a situarse a ras del suelo. El caso catalán, en este junio de 2006, no tiene por qué ser una excepción, pero merecería la pena esforzarse en intentarlo. Por lo menos, sería loable introducir serenidad y rigor en la discusión entre las fuerzas políticas y sociales que se reclaman de la tradición democrática y catalanista; esto es, entre los partidarios del y los defensores del no porque consideran insuficiente el texto que se refrendará. El Partido Popular y sus adláteres seudoizquierdistas llevan tanto tiempo instalados, frente al Estatuto, en la demagogia, la mentira y el augurio apocalíptico, que carece de sentido esperar de ellos ahora un cambio de actitud.

Es con ánimo constructivo y sin acritud, pues, como me gustaría comentar o rebatir algunas de las tesis formuladas hasta ahora por los defensores del llamado no soberanista. En un acto de esta orientación que se celebró el pasado fin de semana se afirmó, por ejemplo, que el texto estatutario del 30 de septiembre "situaba a Cataluña en el umbral de la soberanía, como Montenegro hace cuatro días...". Veamos: o yo estoy muy equivocado, o todo el proceso legislativo que el Parlamento catalán emprendió desde principios de 2004 se situaba en el marco de la legalidad vigente, y ésta, por muy flexiblemente que cupiera interpretarla, excluye de raíz el reconocimiento neto de la soberanía catalana, no digamos ya un escenario a la montenegrina. Dicho de otro modo: la lógica estatutaria y la lógica independentista son incompatibles; esto lo sabían -supongo- todas las fuerzas y sensibilidades políticas que, 30 meses atrás, apostaron por la primera, de modo que ahora ninguna de ellas debería declararse frustrada por no haber logrado lo que era imposible obtener de un Estatuto.

¿Significa esto que la aspiración autodeterminista y la hipótesis de la independencia de Cataluña no son legítimas, ni plausibles, ni alcanzables por métodos pacíficos? Significa, sólo, que lo son por otro camino. El camino pasa por vertebrar una mayoría social y, consiguientemente, parlamentaria independentista, ante cuya manifestación clara y sostenida tanto los demócratas españoles como la Unión Europea no tendrían más remedio que inclinarse, igual que se ha hecho con Montenegro, igual que se hará con Flandes si llega el caso, que algunos pronostican cercano. Quiero creer que nadie en su sano juicio interpretó la votación parlamentaria del pasado 30 de septiembre como un 90% por la autodeterminación o la independencia, y que nadie esperó ver a las Cortes Generales proclamando en Madrid la soberanía catalana. Del nuevo Estatuto pueden criticarse cuantos artículos se quiera, pero no cabe reprocharle que sea fiel a su naturaleza de ley española inserta en el marco constitucional de 1978.

De modo más general, me parece percibir en los discursos de la Plataforma pel Dret de Decidir, de la campaña Diguem 'No', etcétera, un cierto adanismo, una tendencia a razonar como si la historia de Cataluña comenzase ahora, con este debate estatutario o con la votación del 18 de junio. Sí, puede que haya llegado el momento de una segunda transición, o de un relevo generacional en el seno de la clase política y de la sociedad civil. Pero, incluso si así fuere, ello no borraría de golpe el cañamazo de actitudes y sentimientos, de intereses y tabúes tejido a lo largo de los dos últimos siglos. Todas las invocaciones retóricas al heroísmo y a la épica en el rechazo del nuevo Estatuto no alterarán una determinada realidad; por ejemplo, la realidad de que nuestro alto nivel de bienestar repele las apuestas rupturistas (si ya lo hacía 100 años atrás, ¡figúrense ahora!); o la realidad de que nuestra contraparte en la arena del poder político-territorial no es ni Serbia, la apestada, ni Valonia, la decrépita...

Esa actitud pretendidamente virginal con que algunos defensores del no abordan el debate sobre el Estatuto tiene dos traducciones que me resultan preocupantes. Por un lado, una cierta tendencia milenarista o mesiánica: la victoria del no -sostienen- marcará el inicio de la senda a través de la cual un nuevo Gobierno de Cataluña "conduzca a la nación hacia la autodeterminación", y ello además a fecha fija (no más tarde del año 2016). Por otro, una clara propensión a la truculencia verbal: el Estatuto aprobado por las Cortes es un "fraude", los partidos que lo apoyan han "claudicado" o se han "vendido", los empresarios que lo dan por bueno son unos cobardes o esperan sacar tajada, los independientes que defienden el son unos miserables botiflers hambrientos de pesebre...

Tal escalada de descalificaciones debería ser evitada no ya por razones éticas y estéticas, sino sobre todo por razones prácticas e incluso patrióticas. Sea cual sea el resultado del referéndum, el próximo 19 de junio este país va a seguir teniendo los mismos empresarios, los mismos políticos, los mismos periodistas y los mismos intelectuales que hoy. Se apruebe o no el Estatuto, Cataluña seguirá necesitando un Gobierno, una mayoría parlamentaria, unas complicidades políticas, sociales y culturales sin las que ningún país funcionaría, sin las que una nación con las características de la nuestra no puede sobrevivir. Y bien, va a resultar muy difícil mantener o restablecer todas esas solidaridades transversales con aquellos que hayan estado lanzando a diestro y siniestro acusaciones de traición. ¿Serán capaces las partes implicadas de mantener el fair play?

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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