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Columna
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Repetición de una propuesta

Visto un solo cuadro por separado, la primera impresión nos lleva a calificarlo con buena nota. Destaca por la buena distribución de manchas y trazos, se palpa una donosa sutileza en la ejecución de las finas grafías, espléndido es el equilibrio compositivo, acuciosa la impostación de los colores, sabia la mezcla del acrílico y el óleo. Mas cuando pasamos a ver la exposición entera percibimos una cierta opacidad en nuestro interior, la mirada se torna neutra, distante, sin interés, carente de sentimientos. ¿Por qué ese cambio tan radical en la apreciación global? Porque cada uno de los cuadros está impregnado de los mismos atributos que fueron dados a uno de ellos por separado. Se ha puesto al descubierto la repetición de las propuestas en cada cuadro. Es una pintura carente de sorpresas.

Como reacción a esa manera de concebir el arte existe el acto de implicarnos en el ver, al punto de aducir que este estilo de pintura necesita una clase de artistas que se aventuren en la ejecución de cada cuadro. Y Vega de Seoane (Madrid, 1955) no es uno de ellos. Él prefiere hacer repetitivamente lo que ya sabe. Es su opción, por otra parte muy respetable.

Esa parte respetable que tiene como autor, lleva aparejada la respetabilidad del ver que posee cada espectador. Y así, si el espectador quiere que le ofrezcan una pintura como la que presenta en la galería bilbaína de Juan Manuel Lumbreras, ese espectador será el más feliz de los mortales. Verá suavidad, elegancia, decorativismo, buen gusto y más y más y más ("el arte de gustar es el arte de engañar"). Pero si es un espectador exigente, con criterio, que no se deja obnubilar ni seducir por vacuas, aunque graciosas grafías, y coloraciones sin estridencias, se dará cuenta que en esos cuadros apenas ha habido pugna creativa alguna. Todo ha seguido un guión predeterminado. Lejos está por cumplirse la máxima que guardan para sí aquellos que quieren ser artistas de verdad. Esto es: "Hay que hacer lo que no se sabe". Si bastara un pequeño ejemplo, diría que se fijen en los colores rojos. No es el rojo furioso, temperamental o cargado de dulce y apasionado sentimiento, sino el simbólico rojo de la barra de labios, posiblemente sin otra pretensión que dejar en el aire la inmarcesible fragancia del carmín.

En la planta baja de la misma galería está exponiendo al mismo tiempo el escultor Gotzon Cañada (Bilbao, 1951), hijo del estupendo acuarelista Ángel Cañada, recientemente fallecido. Se trata de estilizados bronces de dimensiones pequeñas e intermedias, trabajados bajo el recuerdo aleccionador de varios maestros, tales como Brancusi, Moore, Heiliger, Belling y el Oteiza de Aranzazu.

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