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Reportaje:APROXIMACIONES

El Quijote, contrafigura de Cervantes

A punto de terminar el IV Centenario de la publicación de la Primera Parte del Quijote (1605), puede resultar útil hacer un balance. La tarea sería más que difícil, imposible, si ese propósito implicara una visión panorámica completa. Me limitaré, pues, a lo que podemos llamar el "estado de la investigación"; dejaré a un lado la multitud de ediciones y sus diferentes presentaciones, así como también las adaptaciones hechas para niños, ya sean en forma de libro o de espectáculo escénico o cinematográfico; por supuesto, no entraré tampoco en los montajes dramáticos en torno al Quijote.

Desde el punto de vista de la investigación, el progreso realizado en el siglo que va desde el III Centenario (1905) hasta hoy es inmenso. En aquel año se acreditó la expresión "quijotismo" para referirse al mensaje ideológico de la obra; dejó entonces de considerarse la novela cervantina como un libro de aventuras o de mero divertimento, llegándose a la conclusión de que era una obra de valor universal con un mensaje profundo que desbordaba la anécdota de sus aventuras y peripecias concretas. Eso es lo que Miguel de Unamuno entendió por "quijotismo", fijándose para ello de forma paradigmática en la figura central de don Quijote, llegando incluso a prescindir del propio autor del libro: "Separemos", viene a decir, "a don Quijote de Cervantes, y hagamos que a la plaga de cervantófilos o cervantistas lo sustituya la legión sagrada de los quijotistas. Nos falta quijotismo tanto cuanto nos sobra cervantismo"; llega incluso a pensar que Cervantes no existió o que debió no existir, y en todo caso lo tiene claro: "Hay que abandonar a Cervantes y acompañar a don Quijote", para de esta manera "asentar definitivamente al quijotismo sobre la tierra".

El itinerario de desgracias, infortunios y fracasos que acompañan a don Quijote se convierten así en trasunto de las que acompañaron a Cervantes en vida

Este "quijotismo" unamuniano

se transmite después a Ortega y Gasset, pero con un importante giro, ya que para éste, en sus Meditaciones del Quijote (1914), Cervantes vuelve a cobrar su verdadera importancia; por eso, el "quijotismo" del filósofo madrileño es el del mismísimo Cervantes y no el de don Quijote. Se subleva contra los errores, verdaderamente grotescos, a que ha llevado el considerar aisladamente a don Quijote: "Unos", dice, "con encantadora previsión, nos proponen que no seamos Quijotes; otros, según la moda más reciente, nos invitan a una existencia absurda, llena de ademanes congestionados. Para unos y para otros, por lo visto, Cervantes no ha existido. Pues a poner nuestro ánimo más allá de este dualismo vino a la tierra Cervantes... Éste es para mí el verdadero quijotismo: el de Cervantes, no el de don Quijote". Ahora bien, llegado este punto, Ortega tiene mucho cuidado en subrayar que el quijotismo de que está hablando es el del libro, y no el de Cervantes en su biografía.

Sin embargo, sólo en 1925, cuando Américo Castro publique El pensamiento de Cervantes, ese quijotismo adquirirá contenido propio: un ideario erasmista de alto contenido moral, aunque sin conocimiento directo por parte de Cervantes del humanista holandés. Marcel Bataillon mencionará todavía en 1936 a Cervantes entre "los erasmistas que no habían leído a Erasmo"; sólo Antonio Vilanova, en 1986, llegará a la conclusión de que Cervantes conoció al pensador holandés en sus propios libros, los cuales no sólo leyó, sino que le influyeron sustancialmente.

En todo caso, Cervantes había dejado de ser el ingenio lego, del que todavía hablaba Menéndez Pelayo a fines del siglo XIX. Hoy está claro que nuestro "Príncipe de los ingenios", si no un filósofo, si tuvo una nítida y clara veta de pensador. Así es como entramos en el siglo XXI, y llegamos al IV Centenario.

Hasta donde yo conozco, y en la medida que he podido seguir los innumerables eventos al respecto, hoy todo investigador está convencido de que el Quijote es un producto de la especie Cervantes, resultado de sus vicisitudes biográficas y existenciales; de aquí que sólo indagando en éstas podrá llegarse a alguna claridad sobre aquél. El itinerario de desgracias, infortunios y fracasos que acompañan a don Quijote se convierten así en trasunto de las que acompañaron a Cervantes en vida, haciendo al personaje una contrafigura literaria del autor. En este sentido, podemos considerar el Quijote como un testamento de su creador, que volcó en él toda su experiencia vital. Según esta versión, Cervantes se pasó toda su vida escribiendo la gran obra que le dará fama eterna y así -y sólo así- puede explicarse que después de publicada su primera novela -La Galatea- en 1585, la segunda -el Quijote I- no apareciese hasta 1605, es decir, veinte años después. Entonces tenía Cervantes cincuenta y ocho, y aún hasta diez años después -1615- no aparece el Quijote II, cuando ya el autor ronda los setenta años y está a punto de morir.

La conclusión es clara: el Quijote es una obra elaborada y madurada a lo largo de toda una vida, marcada a su vez por un reiterado fracaso, la de un hombre idealista -educado en los ideales del Renacimiento- que se ve abocado a la derrota de éstos en su vida privada: prisionero en Argel a la vuelta de Italia; después, rechazadas sus varias pretensiones de acceder a la administración pública; más tarde, relegado a la despreciada condición de alabardero durante muchos años, y finalmente, frustradas sus aspiraciones a dramaturgo. Ésta es, en definitiva, la vida de don Quijote: un hidalgo de mediano pasar, que aspira a reformar el mundo y hacer justicia en él, pero que se ve reiteradamente, revolcado, apaleado, denostado y burlado. El ideal renacentista se va transformado en continuo "desengaño", paradigma del sentimiento propio del Barroco.

En esta línea interpretativa, he

esbozado yo mismo una hipótesis de trabajo: la de Cervantes como exiliado de un medio social donde se ve sistemáticamente rechazado. Cervantes fue un marginado social, que sólo con el éxito de su novela empezó a verse resarcido de tan denigrante situación; por eso todavía en 1615, antes de publicar la Segunda Parte, un miembro del séquito del embajador francés que visita España se queda extrañado de la descripción que hace su interlocutor del gran escritor como un "viejo, soldado, hidalgo y pobre". El diplomático, asombrado, se pregunta entonces cómo "a tal hombre no lo tiene España muy rico y sustentado del erario público". A otro miembro del mismo séquito, el hecho le sirve de chacota, comentado en plan de sorna que "si la necesidad le obliga a escribir, plegue a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo".

En la disposición existencial

que esta marginación le habría de colocar a Cervantes cobra fuerza la hipótesis que he señalado: una contrafigura literaria del propio autor, un hidalgo, residente en un lugar de La Mancha, cuyo nombre más vale no recordar, y donde la monotonía, el aburrimiento, la mediocridad del ambiente, le impulsan a enfrascarse en la lectura de libros de caballería, primero, y a tratar de imitarlas, después. Don Quijote se exilia del lugar manchego que se le había hecho insoportable, y esta salida le conduce a enfrentarse con las fuerzas vivas del momento, convirtiéndole de un mero "salido", en lo que hoy llamaríamos un "exiliado interior". Por eso se retira a Sierra Morena, huyendo de la Santa Hermandad, y más tarde, inicia su tercera salida por las tierras de la Corona de Aragón, donde el Fuero Juzgo no le alcanza, como haría también en su época Antonio Pérez, huyendo de Felipe II. La disposición anímica de Cervantes sin duda le colocó muy cerca del alma de don Quijote y de aquí la genialidad y la fuerza con que este personaje está concebido.

La hipótesis habré de desarrollarla pormenorizadamente en un libro próximo a publicarse; de momento, basta señalar la necesidad, percibida hoy unánimemente por la crítica, de que el Quijote no podrá nunca ser plenamente entendido sin penetrar en profundidad en los entresijos biográficos y psicológicos del autor del libro. A lo cual hay que añadir todavía otra clave interpretativa en la que parecen también estar de acuerdo todos los comentaristas, y es que el acercamiento psicológico será aún insuficiente si no lo ponemos en conexión con los condicionamientos histórico-filosóficos de la época. La vida de Cervantes se desarrolla en el tránsito entre el siglo XVI y el XVII, asistiendo en su transcurso a una profunda crisis de valores y el proceso de "decadencia" que acompaña a dicha crisis. En ésta asistimos al transcurso entre el Renacimiento y el Barroco, que hace presa en la propia vida de nuestro genio. Cervantes encarna como nadie en sus entrañas dicho cambio, convirtiéndolo en unidad artística, y ello de forma paradigmática en lo que es su obra cumbre. El Quijote es una exaltación de los ideales renacentistas -la Edad de Oro, la defensa de las armas, el encomio de la dignidad humana, el loor de la libertad-, pero al mismo tiempo es un reflejo del Barroco -expresión del claroscuro, presencia del "desengaño", protagonismo del fluir temporal, espejo y vigor de la locura-, reconvirtiendo en síntesis armoniosa lo que es una dicotomía aparentemente insalvable. Así, Cervantes se convierte en caja de resonancia de una época en sí misma contradictoria, rebelándose como un asombroso paradigma de la condición humana.

Don Quijote y Sancho Panza vistos por Daniel Urrabieta Vierge (1851-1904).
Don Quijote y Sancho Panza vistos por Daniel Urrabieta Vierge (1851-1904).

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