El derrumbe de aquellas torres
Jonathan Safran Foer (Washington, 1977) ya acreditó, con su primera novela, Todo está iluminado, que es un joven escritor de talento. En aquel libro, que recibió múltiples premios y fue muy celebrado -más en Estados Unidos que en Europa-, abordaba con humor un tema tan delicado como el Holocausto. A Safran, por lo que se ve, no le arredran los temas palpitantes, y ahora se ha atrevido con el atentado de las Torres Gemelas, como si quisiera revalidar así su talento. Pues bien, no sólo ha salido airoso, sino que ha despejado cualquier duda sobre su potencia creadora.
Tan fuerte, tan cerca suscita algunas objeciones. La inclusión de fotografías, por ejemplo, un recurso muy socorrido a partir de Sebald, no siempre resulta pertinente. Sin embargo, la probable inverosimilitud del punto de vista -la mayor parte de la novela está narrada por Oscar Schell, un niño de nueve años que se mueve con sorprendente naturalidad por Nueva York- se convierte en su mayor atractivo. Una mirada ofuscada, frágil, pero muy inteligente, cuyo dolor por la muerte del padre en una de las torres se acrecienta con la incorporación de las historias de otros personajes en apariencia ajenos al terrorismo actual, aunque no a la atrocidad del siglo XX, como los abuelos de Oscar, que sufrieron el bombardeo de Dresde.
TAN FUERTE, TAN CERCA
Jonathan Safran Foer
Traducción de Toni Hill
Lumen. Barcelona, 2005
471 páginas. 19,95 euros
Al descubrir, entre las cosas
de su padre, un sobre con la inscripción "Black" y una llave que no abre ninguna cerradura de la casa, Oscar decide ponerse en contacto con todos los "Black" de Nueva York, con el fin de resolver el misterio de la llave y saber por qué su padre estaba en el lugar del atentado. Esa indagación, tan absurda como portentosa -que remeda los juegos del hijo con el padre-, revela una táctica que permite situar la ciudad en primer plano, a través de los ojos vacilantes del niño, de modo que se diría que Nueva York se restituye a la vez que se inaugura de nuevo. Y proporciona, por otro lado, un mosaico de actitudes, donde la soledad y el desconcierto de los distintos personajes se mezclan para establecer vínculos de ternura y fraternidad. El atentado está siempre presente, pero rara vez se le nombra directamente. Safran sortea el exceso melodramático al dotar a Oscar de una mente tan analítica como imaginativa; entusiasta de las teorías de Stephen Hawking, el niño aplaca su dolor inventando fantásticas máquinas, y, entre visita y visita a los diversos "Black", asistimos a su vida familiar, con el dolor callado de la madre y la lírica vejez de la abuela; en esa búsqueda de explicación y consuelo, la novela emerge como una impugnación contra el horror.
Aunque en otro registro, Oscar Schell recuerda al Holden de El guardián entre el centeno. También Safran, como Salinger, agrega en la inteligencia el vaivén de una emoción que apenas rozan las palabras: "Una persona normal se duerme en siete minutos, pero yo no podía dormir, ni siquiera horas después de acostarme, y me reducía el mal rollo estar entre sus cosas, tocar lo que él había tocado y enderezar un poco los colgadores, aunque ya sabía que daba igual".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.