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Contra la zonificacion

Como es bien sabido, el problema de la adscripción de los alumnos a los centros sostenidos con fondos públicos (sean estos de titularidad pública o concertados) se viene resolviendo conforme a un baremo en el que tiene un peso aplastante el factor territorial (al menos 8 puntos sobre un máximo de 14, si mis noticias son ciertas), a eso se le suele llamar la zonificación. En principio, el criterio sólo se aplica en los niveles de enseñanza obligatoria, empero la inercia, la costumbre y a veces también la reglamentación han venido a extender ese mismo criterio a los niveles no obligatorios de la enseñanza. A lo que parece, la reforma educativa en tramitación en el Congreso mantiene el mismo sistema. Me parece que, con algo más de veinte años de experiencia, los legisladores ya deberían saber que la zonificación no es una buena idea.

En teoría, el sistema debería aplicarse en aquellos casos en los que la oferta (número de plazas en centro determinado para enseñanza determinada) esté por debajo de la demanda y la Administración se enfrenta al problema de la gestión de ese exceso de demanda. Pero eso es sólo en la teoría. En la práctica, como los centros no pueden saber a priori si van a tener exceso de demanda, ni sus dimensiones, gestionan la incertidumbre aplicando a todos los solicitantes el baremo, es decir, imponiendo como norma estadística la selección de estudiantes mediante la zonificación. Es más, no faltan casos en los que las disposiciones administrativas o las órdenes internas de la Administración competente así lo exigen. De este modo, si cualquier padre desea que su hijo estudie en un determinado centro sostenido con fondos públicos tiene que pasar por el baremo, y es este, y no la decisión del padre, el que determina si el candidato va a tener la plaza que desea o no. Como el baremo es gestionado por la Administración (y no puede ser de otro modo) el resultado final está cantado: es esta y no el padre la que determina dónde tiene plaza el niño. Es cierto que en la mayoría de los casos la voluntad del padre y el criterio de la Administración coinciden, pero no es menos cierto que en caso de discrepancia el criterio que se impone es el de la Administración. En otras palabras, la Administración destina a los alumnos, unas veces lo hace de acuerdo con sus deseos, y otras no. El niño va donde le toca.

Claro que si el niño va "donde le toca" no parece que quede mucho espacio para la libertad de elección. La reacción de los padres es la esperable: si de acuerdo con el baremo no tenemos plaza donde deseamos, haremos trampa. El resultado es una situación de fraude generalizada, hasta el punto de que se ha tenido que renunciar a exigir copia de la declaración del IRPF para acreditar el acceso o no a los puntos derivados del nivel de renta (que no se sabe muy bien qué pintan aquí) para combatir la picaresca... que se ha desplazado a otros lares. Como el territorio es la variable de mayor peso, y con frecuencia la determinante, un truco muy utilizado pasa por el empadronamiento ficticio. Todavía no se ha llegado con carácter masivo a la práctica francesa de alquilar un piso que no se usa en la zona "buena" para asegurarse plaza, pero todo se andará. El sistema realmente existente es pesado, costoso, iliberal y está corroído por el fraude, al que no son ajenos los centros: todos, públicos y privados, prefieren alumnos voluntarios a estudiantes de destino forzoso. Y no seré yo quien lo critique.

Que el sistema es malo se cae por su propio peso tras lo dicho, pero lo dicho no es lo peor. Lo peor es que funciona en demérito de la escuela pública y de la función que esta debe desempeñar. Lo primero se debe sencillamente a que los centros públicos carecen de autonomía funcional y pedagógica, por ello su capacidad de maniobra es menor y ello les sitúa en desventaja comparativa con los privados, concertados o no, que sí disponen de esa autonomía y pueden hacer uso de ella para la diversificación, la especialización y la innovación. El sistema debería fomentar centros públicos de referencia, con vocación de excelencia, que "tiraran" de los demás, pero no lo hace. Claro que la autonomía de los centros no es compatible con la figura del alumno destinado. El sistema induce el acartonamiento y la homogeneización de mínimos. Esa tendencia inherente puede ser combatida por el voluntarismo del profesorado (que ciertamente no falta), pero el sistema educativo público tiende a funcionar contra el profesorado. No es de extrañar que este esté muy "quemado". No podemos seguir viviendo con un sistema que no ha hecho quiebra porque siempre hay un puñado de "héroes docentes" que tiran del carro. El franciscanismo permanente no es exigible.

Aún queda peor si cabe lo segundo. La preferencia en favor de la escuela pública reposa sobre un valor entendido: que esta es una organización que tiene capacidad para procurar la igualdad y la cohesión social al educar conjuntamente y del mismo modo a estudiantes de diversa procedencia y status social. Ese valor entendido opera en las áreas rurales. Pero en las áreas metropolitanas y en las grandes ciudades, en las que se registra una muy fuerte tendencia a que la estructura urbana se corresponda con las divisiones de clase, la zonificación destruye esa posibilidad. Si el territorio se corresponde con el origen y la clase y destinamos a los alumnos en función del territorio, la escuela resultante reproducirá -y ampliará- las diferencias de origen y de clase. No parece que ese sea el mejor escenario para procurar una escuela pública de calidad.

La zonificación es tóxica para la escuela pública. Si queremos mejorar la segunda, hay que acabar con la primera.

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Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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