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La poda del ciruelo

Xavier Vidal-Folch

Los parlamentarios catalanes han escrito recto. Aunque no había una "Demanda de Estatut" en la calle, ahora se percibe, no sólo porque la oferta genere demanda, a veces artificial. Ocurre que había "demandas" enraizadas en la sociedad catalana, como mejorar el autogobierno, proteger las competencias propias, ampliarlas hacia ámbitos de nuevo cuño (inmigración, comunicaciones, infraestructuras...), y lograr una financiación más equilibrada y un mayor reconocimiento identitario de carácter plural y no unívoco. El proyecto ha salido al encuentro de esas demandas, las ha recogido. Y ha concitado un singular consenso parlamentario, del 88,8%, desde la búsqueda del encaje legal, como demostró el pulso por cumplir con el cedazo de constitucionalidad establecido por el Consejo Consultivo, cuyas conclusiones fueron entonces respetadas por los más tremendistas, y deberían serlo ahora: ¿o es que sólo se asume un dictamen en la porción que a uno más le place? Cobertura de demandas, consenso y empeño de constitucionalidad, ésta es la virtud, la triple fuerza del nuevo Estatuto.

Pero a la virtud le acompaña el pecado, y la fuerza encierra debilidades: el texto contiene bastantes renglones torcidos. Los defectos arrancan de la óptica metajurídica de los redactores, que el preámbulo -poco empeorable- acusa. Predomina en su heteróclita mezcolanza un anticuado nacionalismo esencialista: esa historia de héroes y resistentes, marcada por la derrota de 1714, que ignora hitos de modernidad en el empeño democrático general más ejemplares, desde el significado de la revolución liberal de Juan Prim y Laureano Figuerola, al compromiso constitucionalista catalán de 1931 y 1978, pasando por el federalismo de la Primera República y sus presidentes catalanes Pi i Margall, Figueras, Salmerón (tres de cuatro, con Castelar). Convive ese esencialismo con bellos apuntes de catalanismo cívico: las identidades pueden superponerse, la libertad colectiva nunca debe asfixiar los derechos individuales. Y se le añaden gotas de bondad a lo Rousseau / Franklin, más desarrolladas en el Título I de derechos y deberes, de raíz izquierdista-liberal, pero de eventual impacto ordenancista.

El problema es el predominio del imaginario simbólico nacionalista en la inspiración de todo el texto, lo que ocasiona ambigüedades y contradicciones. Contra lo que sostiene la derecha y el nacionalismo español más enquistado en su propio esencialismo, este Estatuto no agota la relación de Cataluña con España en un mero bilateralismo de sugestión confederal Estado (español) / Nación (catalana). Hay multilateralismo en todos los títulos, como es exigible en un proyecto que se quiere constitucional. Pero aflora enmascarado, difuminado, con sordina vergonzante y desganada en la última frase, la que advierte al final del párrafo, en la prórroga, que lo normativizado es casi siempre "dentro de la Constitución", o "de acuerdo con la ley vigente". Por eso el lector de vuela pluma topa y se sorprende sólo con la visión bilateralista, más explícita. Y además, subrayada por el concepto de paridad, como ocurre con la Comisión Bilateral Generalitat-Estado, cuyo funcionamiento por consenso a secas podría abocarla a la parálisis; o aumentada al menos aparentementepor el carácter "determinante" de la posición de la Generalitat en algunas cuestiones competenciales.

Es un texto indudablemente español, pero de una españolidad fría y distante, sumergida, distinta a la practicada por noucentistes y republicanos. Diluye así la expectativa de establecer un paradigma nacional más moderno, un catalanismo cívico y flexible apto para el siglo XXI y menos prisionero del pasado remoto. Es cierto que el puntilloso detallismo de las competencias estatutarias catalanas del Título IV queda corto si se coteja con la prolijidad de otros grandes textos. Y que la vigente Constitución alberga también confusiones y ambigüedades, incluso en su concepto de lo nacional: coexisten en ella "el pueblo español" con los "pueblos de España"; la "nación indisoluble" con unas "nacionalidades" que no llegaron a más por imperativo militar directo a Adolfo Suárez; y la "solidaridad interterritorial" moderna con un foralismo insolidario de forja -histórica y actual- guerrera, que sin embargo nadie discute. Pero si nada de eso reduce la funcionalidad y el valor político de la Carta Magna, nunca se debe redundar en el error. A lo nuevo siempre se le exige más.

En vez de registrar los defectos para subsanarlos, muchos se aplican a enervarlos. Así, las ya distintas opiniones públicas catalana y española divergen crecientemente, delicado asunto que entraña riesgos de fractura social, victimismo y quiebra general de la confianza. Esos riesgos sólo pueden disolverse con respeto y diálogo, no con burla o imposición. Los diputados autonómicos han respetado reglas, procedimientos e instituciones, y guste o desazone su trabajo, merecen el mismo trato. Ahora, no sólo el estatuyente español (pues de una ley española se trata) debe seguir igual senda, sino también todas las instituciones. Más argumentos y menos urticaria.

Entre la orgía declarativa condenatoria, surge una voz pausada y razonada. Asiste la razón al presidente José Luis Rodríguez Zapatero cuando subraya que existe margen para el acuerdo (difícil) si se tiene voluntad de alcanzarlo. La similar contención reciente de los líderes catalanes, empezando por el denostado presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, dispuestos a asumir reformas al texto en el Congreso, constituye otra espita de esperanza. Hay margen. Es necesario explorarlo. Para todos. Si los socialistas no quieren fracturarse y descabalgarse de la Moncloa y la plaza Sant Jaume, pues Cataluña es, tras Andalucía, su principal granero, pero buena parte del arraigo social del PSC deriva de su hermanamiento con el PSOE. Si el PP no quiere aparecer como el enemigo de Cataluña, hipotecando así su futuro, pues sólo logró gobernar cuando obtuvo un resultado no meramente marginal, contra costumbre, entre los catalanes. Si CiU y Esquerra, como ICV-IU, pretenden superar la prueba pendiente de ductilidad y pragmatismo. Por encima de los partidos, explorar el margen resulta crucial para todos los ciudadanos, pues España sólo transitará con credibilidad por el mundo global si acredita sabiduría en sus asignaturas internas. Frente a pesimismos de la razón, conjúguese el optimismo de la voluntad. Al cabo, en esta barca van todos; si se hunde, aunque en distinta medida, a todos perjudicará.

La encrucijada actual estriba en cuáles deban ser los objetivos, actitudes y propuestas del Congreso, en su tramitación del Estatuto. El resultado final debe ser asumible para toda Espa-ña y aceptable para Cataluña. Debe, como dijo el 27 de mayo de 1932 Manuel Azaña en su gloriosa intervención para ocasión semejante, "conjugar la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses permanentes de España". Algo factible si "no se defrauda al pueblo de Cataluña", como añadió el 10 de junio Manuel Carrasco i Formiguera, luego fusilado por Franco. Las Cortes deben hoy mirar de leal reojo a Cataluña, pues la última palabra la dirán los ciudadanos catalanes en referéndum, al igual que los redactores de la Ciutadella han pugnado por el encaje constitucional avizorando también el trámite siguiente.

Coloquialmente, el árbol del Estatuto tendrá que someterse a una poda que no lo desnaturalice y no lo convierta en arbusto. No puede ser la poda del olivo enfermo, que corta de raíz el ramaje y lo desnuda por años. ¿Quizá la del membrillo, que rasura todas las ramas a distancia de un palmo? Más bien la del ciruelo, de frondosidad horizontal, que expurga las muy contadas flechas verticales, ésas que absorben demasiada savia y alejan la fruta del alcance de la mano. La poda busca siempre un mejor y más armónico crecimiento. Así, las ramas estatutarias a tratar deben afianzar el demasiado evanescente orgullo constitucionalista; explicitar más el multilateralismo; reducir el reglamentismo (es estupendo enfatizar la no discriminación al castellano y el fomento al catalán, pero sobran sesgos intervencionistas o propios de leyes ordinarias); y suavizar el detallismo en la definición de las competencias, que reactualiza la idea de "Administración única" formulada años ha por Manuel Fraga Iribarne. Usado ese detallismo para blindar competencias frente a futuras laminaciones, ha devenido enciclopédico: ¿podrían trasladarse muchas submaterias y subcompetencias a un protocolo de igual valor jurídico, como debía haberse hecho con la Parte III de la Constitución europea?

Quedan dos cuestiones clave, los símbolos y los recursos. Entre el redactado actual según el cual "Cataluña es una nación" y las fórmulas anunciadas por Zapatero, es imaginable un cauce de acuerdo. Pero será más trabajoso el más decisivo título VI, la financiación. Habrá que profundizar entre el modelo estatutario y el esbozado por el Gobierno, desde la perspectiva de los resultados previsibles. O sea, desde la triple viabilidad de la Hacienda central (sin parálisis ni ruina); de la solidaridad interterritorial, mediante las transferencias pertinentes; y de las finanzas públicas catalanas, hoy aquejadas, al igual que otras del régimen común, de crónica escasez de recursos en términos absolutos, y relativos, dada la doble financiación por habitante registrada en el actual régimen foral. El desatascador del consenso puede radicar en un gradualismo temporal que facilite la convergencia real de las economías regionales.

Para una poda constructiva de este género hay instrumentos. Destacan la disposición del Gobierno al acuerdo, desde la firmeza; la unidad de los partidos catalanes si se acompaña de la flexibilidad prometida; la trabazón de la familia socialista, pese a sus tensiones; las posibilidades de presión derivadas de anuncios de eventuales alianzas de geometría variable e incluso los amagos de usar fuerza mayor, como el voto contrario a la totalidad, la retirada del Estatuto o la convocatoria de elecciones anticipadas... si sólo son amagos, pues su uso es de tracto único, y abocan al conflicto. Quizá la evolución de la coyuntura vasca, y de otras reformas estatutarias, ayudará a desdramatizar, evidenciando que propuestas hoy inéditas no son ontológicamente insólitas. Con muletas o sin ellas, es la hora de aplicar más que la rauxa de Macià, el seny de Tarradellas; más que la mera "conllevancia" orteguiana, el sentido de Estado de Manuel Azaña.

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