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Columna
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Ancianos

El otro día presencié las fotos que mostraban al alcalde Monteseirín tendiendo un diploma a Juan Manuel Vázquez, un anciano de Los Remedios cuyos 106 años cumplidos acreditan como el Abuelo máximo de Sevilla. Me ganó la curiosidad: hubiera querido estar presente en esa ceremonia en que el venerable vecino de nuestra ciudad desgranaba sus recuerdos de juventud, aludía a su pasado en Telefónica y admitía que lo que peor soportaba de su larga estadía en la Tierra era comprobar cómo la muerte le arrebataba a todas sus amistades y la soledad iba cercándole en su piso, del que hace diez años ya que no sale. Compruebo que Juan Manuel vive en el fondo de unas gafas densas y casi opacas a que le condenarán la miopía y el desgaste, pero así y con todo me gustaría asomarme a sus ojos y tratar de indagar en ellos los rastros de las desventuras, los anhelos, el júbilo y los desengaños que habrá abandonado en ellos este prolongado trasiego. Mis abuelos murieron cuando yo era aún demasiado joven, y por eso nunca pude preguntarles qué tal se contempla el amanecer desde las alturas, cuando uno entiende de sobra que aquellos tramos del camino en que eran necesarios la vehemencia o el coraje han quedado atrás. En unos gastados versos que tienen ya más de dos mil años, el poeta Teognis de Megara aseguraba que lo más oportuno para el hombre es no nacer, y si ese inconveniente no puede remediarse, entonces zambullirse cuanto antes en la tumba, que cura todas las jaquecas. No creo que Juan Manuel, a quien encuentro afable a pesar de todo el recorrido efectuado, comparta el pesimismo de aquel griego remoto, pero observo que su pasado también está marcado por la salpicadura de una desdicha: el fallecimiento de su mujer, con la que compartió más de siete décadas. Esto me hizo acordarme de otro anciano lleno de savia, Emilio Lledó, a quien tuve la oportunidad de visitar en cierta ocasión en su piso de Madrid.

En un salón rodeado de sillas y de libros, con la música de Bach flotando sobre nuestras cabezas, Lledó, que sólo frisa los ochenta años, me confirmó que envejecer no significa necesariamente desengañarse, y que la carne y el pellejo, aun cuando tiendan a volverse fláccidos y a adquirir la textura de la corambre, no dejan de estar alimentados por la misma sangre caliente que hace corretear a los niños. He vivido mucho, quizá demasiado, reflexiona Juan Manuel Vázquez en su butaca de Los Remedios, haciéndose eco de aquel lamento en que Borges confiesa que está harto del universo, que está harto de Borges. Miramos todos con una intriga mezclada con respeto sagrado a estos mayores que ya conocen tantas de las incógnitas que a nosotros la juventud aún nos vela, y nos gustaría preguntarles si, en efecto, la vejez trae consigo esa sabiduría y esa indiferencia ante las eventualidades que los filósofos asociaban a la edad provecta. Seguramente no, se me ocurre ahora: seguramente ser viejo signifique seguir igual de desorientado pero con algo más de cansancio, y llamar todavía a las puertas con que nos vamos encontrando para comprobar cuál de ellas se abre y cuál permanece clausurada. Aun así los ancianos nos merecen respeto y admiración porque, dicen, son como niños repetidos. Unos y otros están cerca del misterio último de la vida, del que procedemos, en el que vamos a dar: la nada.

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